Pobres niños

POBRES NIÑOS

Los niños, del mismo modo que los bonsáis o las pequeñas mascotas, causan una especial ternura debido a su despreocupada manera de ser, su sincera mirada, y sobretodo, por el hecho que no pueden valerse por si mismos. Sin embargo, el encantamiento emitido por estas criaturas es más profundo cuando pertenecen a países pobres. Cuando te cruzas con un niño humilde de la India, por ejemplo, hay un par de factores que ateúan tu tocada sensibilidad y enlentecen el latir de tu corazón.  

El primero es preguntarte por su situación familiar. Muchas personas cuando ven a un nene de cinco o seis años en las calles de Delhi vendiendo maíz tostado en brasas de carbón, se imagina que al acabar irá a casa donde sus padres lo esperarán con un cálido abrazo y una sopita sobre la mesa. Pues la gente con esta perspectiva vive engañada. La cantidad de niños viviendo solos en las grandes urbes de la India es inimaginable. En numerosas ocasiones las familias, compuestas por críos de escasa edad, se trasladan a las grandes ciudades, desde lejanos y perdidos pueblos, para asistir a festivales religiosos. Entre tanta multitud de gente los padres a veces extravían alguno de sus hijos. Para ambos resulta imposible reencontrarse en el mismo acto y además los chiquillos no disponen de los medios para regresar a sus remotos pueblos rurales: no tienen dinero ni la información necesaria. De este modo, no les queda más remedio que sobrevivir de cualquier forma en las ciudades en donde se han quedado perdidos. 

En otras ocasiones los hijos no se separan de sus padres por un simple incidente puntual. A veces, cuando los padres tienen serias dificultades para alimentarlos, éstos optan por abandonar la casa, con tan sólo seis o siete años de edad, y dirigirse a las ciudades donde las opciones de trabajo y de comida son más esperanzadoras. 

El segundo factor que intensifica las emociones al cruzarte con un niño humilde, respecto a uno de familia asentada, es la apariencia exterior de la criatura. Como se puntualizó al principio, los niños dependen en activo y pasivo de sus padres para sobrevivir, quiénes, en teoría, deben cuidarles y darles lo mejor. Así que cuando ves a un chiquillo flaquito, sucio, con ropa vieja y oliendo mal sabes que algo no va bien y las ganas de querer adoptarlo y llevártelo a casa son inmensas.

Pues bien, todas estas sensaciones las experimenté en mi primera visita a la India. Mi avión, proveniente de Dubái, aterrizó en Delhi una cálida mañana. Una vez encontré mi hostal, dejé mis maletas y, como no podía ser de otra forma, me dediqué a pasear por la ciudad.  

Visité el Fuerte Rojo y la mezquita Jama Masjid; grandes construcciones que me gustaron mucho. Y a continuación, después de ver estos dos lugares turísticos obligatorios, me adentré a los barrios más céntricos de la Vieja Delhi.  

Caminar por allí fue una odisea debido al caótico tráfico y las estridentes pitadas de bocinas. Lo más curioso es que yo era el centro de todas las miradas. Digo curioso porque entre tantas vacas y monos paseando allí, como si fueran transeúntes de lo más comunes, era yo el que captaba el interés de los locales. No paraban de venir y acercarse vendedores ofreciéndome sus productos o invitándome a sus tiendas.  

Gracias al Dios de la Tranquilidad, al final hubo un lapso de tiempo en que los vendedores repetitivos desaparecieron de mí alrededor, como acto de magia. Fue en ese preciso momento cuando tres seres, que no buscaban enriquecerse del dinero de los turistas, se aproximaron. Se trataba de tres criaturas de unos cuatro, cinco y seis años, según mi estimación. Vestían con pantalones de chándal que les llegaba a los tobillos y unas camisetas gastadas y sucias. 

Caminaban descalzos a mi lado mientras intentaban llamar mi atención. Aún recuerdo esas caritas tan bien despeinadas con esos ojos negros persiguiéndome.  

No les quise dar mucho juego así que sólo los saludé y al pequeñín le toqué la cabeza con suavidad. Ellos siguieron detrás mío, persiguiendo mis largos pasos; por cada uno que daba, ellos tenían que dar tres.  

 La seriedad con la que los trataba fue vencida cuando el mediano señaló el bolsillo exterior y transparente de mi mochila, en donde llevaba un desodorante. Acto seguido, sujetó y apretó un desodorante imaginario en dirección a su axila. Entendí a la perfección lo que querían.  

Me detuve un momento y pasé mi mochila hacía el pecho para sacar el objeto. Los tres también pararon de caminar y sus miradas mostraban un alto grado de desconcierto. Entonces, con un movimiento rápido, para pillarlos desprevenidos, los bañé con el desodorante. Se estremecieron y se rieron con gran escándalo cuando el gas tocó sus pieles – fui cuidadoso para que no les fuera a los ojos. Resultó una escena muy graciosa y emotiva; me encantan los niños y no podía aparentar que no los había visto.  

 Cuando tuvieron suficiente con esa ducha y como si ya hubieran conseguido su objetivo, me abrazaron cariñosamente, los tres a la vez. No fue un abrazo rápido, mal hecho y sin ningún tipo de mensaje. Era un abrazo desde lo más interior de sus corazones que significaba gracias en mayúsculas. Fue una muestra de agradecimiento por no haberlos tratado con indiferencia. Eso era lo único que buscaban, que un extranjero les dedicará unos minutos de atención.   

Seguí caminado por las embarulladas calles de Vieja Delhi, pero ahora focalizado en mis pensamientos y reflexiones, ambos alterados y trastocados por la reciente interacción con los niños. 

El estado de insensibilidad y dureza que adopté para anteponerme ante las difíciles imágenes de la India no se vio vencido por los intocables tirados en las calles aparentando estar muertos, ni por los ancianos pedaleando una bicicleta con un cochecito cargado con siete personas, ni por la gente llorando y orando en los templos. Tuvieron que ser tres niñitos indefensos los que me tocarán la fibra de la manera más dolorosa posible. Y eso que no los vi enfermos, mendigando ni muriéndose; fue una simple interacción natural y sana. 

A medida que caminaba por las calles, ahora ignorando mi entorno, por imposible que parezca, empecé a crear supuestos de cómo debía ser la vida de esos tres críos. ¿Dónde y con quién vivirían? ¿Qué harían durante todo el día? ¿Pasarían hambre? ¿Llorarían por las noches añorando a sus seres queridos? 

Recordando algunos artículos que había leído, contemplé la posibilidad de que alguno de esos tres niños se extraviara en algún festival. 

Todo podría haber empezado un quince de agosto cuando una de las familias se dirigió a Delhi para celebrar el día de la Independencia. Por alguna razón, en medio festejo, el niño se desprendió de la mano de su padre y ambos fueron arrastrados por las corrientes humanas en direcciones opuestas. Por mucho que llamara a su padre, no volvió a encontrarlo. Caminó durante largas horas por la ciudad, cobijado por los cientos de cometas que planeaban por el cielo, pero sin suerte. Pedir ayuda a diversas personas de nada sirvió. Lo que había empezado como un alegre viaje, acabó en un desastroso final con un miembro menos en la familia. 
 
Me venían ganas de llorar. La angustia que debe ser vivir una situación parecida, pobre chico. No volvería a ver a sus padres jamás…Con qué filosofía o mentalidad se puede superar o aceptar una situación así. 

A lo mejor el caso de alguno uno de los tres chicos no tenía que ver con un desgraciado incidente. Alguno de ellos quizás emigrara a Delhi en busca de comida, viendo que sus padres no podían cargar con tal responsabilidad. Me preguntaba si los padres lo habrían forzado a irse o si él había tomado la iniciativa. Cualquiera de las dos formas suponía un valor infinito, por parte del niño, al tener que partir desprotegido hacía lo desconocido. 

Los tres niños no parecían hermanos, así que fueran cuales fueran sus historias individuales, se encontraban en las mismas circunstancias y por eso decidieron ayudarse, formar un equipo. 
No paraba de darle vueltas a diferentes ideas. Me apenaba mucho que alguna de las posibilidades fuera cierta. Ojalá me estuviera equivocando y los tres, con familias, sólo hubieran estado correteando por las calles para distraerse. No obstante, su vestimenta y sus condiciones higiénicas, debidas a la dejadez y no a la pobreza, desaprobaban mi última positiva suposición. Además había algo, como una fuerte intuición, que me decía que efectivamente eran niños solitarios encarrilados en una vida de penuria, dificultades y retos de sobrevivencia. 
 
Los vendedores ambulantes se me lanzaban por las calles, me agarraban del brazo para forzarme a comprar algo o me expresaban clemencia en un idioma que me sonaba a hindi. Yo, por mi parte, me libraba de ellos con suma facilidad; no por intención propia, sino porque seguía cavilando sobre destino que se les había asignado a los niños. Dejé de especular sobre su pasado y me centré un poco más en su presente y en su futuro. 

Si volvía a la Vieja Delhi, ya al anochecer, es posible que los encontrara durmiendo en el suelo, delante de la puerta de una tienda o en un rincón; rodeado de ratas y perros. Es una escena que se ve mucho en la India pero, como todo en esta vida, la impresión es mayor si se trata de chiquillos. ¿Y en la época del monzón? Me preguntaba yo. Seguro que eran lo suficiente espabilados para encontrar algún cobertizo donde meterse, algún templo donde protegerse y si no conseguían ninguna de estas dos opciones, siempre podían resguardarse debajo de un coche aparcado.

Volviendo a ráfagas optimistas, planteé fugazmente la posibilidad que una buena familia los hubiera adoptado, de manera no oficial, dándoles algo de comida de vez en cuando, por ejemplo. 
No obstante, recapacitando un poco y situándome en un contexto real llegué a la conclusión que la gente en la India ya tiene suficientes dificultades para cuidarse y alimentarse a sí misma como para estar ayudando además a los miles de infantes callejeros. 

La amargura que me corroía por dentro, debido a mi análisis y mis suposiciones, sabía a miel en comparación a lo que sentí cuando comprendí que esa horrorosa verdad tenía una continuidad larga y duradera. Los niños se encontraban aprisionados en la trampa de la desgracia. Adoptando el enfoque clásico, el hecho de tener que luchar por su sobrevivencia, pensando en el día a día, nunca en el mañana, significaba que estas criaturas no podían ir a la escuela. De este modo, la única puerta de salvación o de mejora estaba cerrada con doble llave y pestillo. Esto significaba que tendrían que permanecer siempre en la baja escala económica, realizando las peores y más desagradables tareas para seguir adelante, centrados en el hoy, nunca en lo venidero. 

Podría haber permanecido en esa andante meditación durante más tiempo, creando hipótesis sobre los pequeños angelitos y descubriendo más certezas, debido a la facilidad para sumergirme en mis pensamientos. Sin embargo, un fuerte y agudo chillido, acompañado de un cuerpo peludo y marrón pasando por delante de mí, cortó el prolongado transé de reflexión que me albergaba. Tuve que detenerme bruscamente para no chocar. Se trataba de un mono de tamaño medio, catalogado de macho debido a su anatomía, que había decidido atravesar de un lado de la calle al otro deslizándose por un cable de electricidad. La mala suerte fue que éste se destensó, llegando el mono así a la altura de mi cabeza, obligándole a realizar un movimiento brusco para no estrellarse contra mí. Me asusté de manera considerable porque es una cosa que no esperarías de ninguna forma, y menos viniendo de Europa. ¿Quién ha tenido la suerte de toparse alguna vez con un mono trepando por los cables de electricidad en medio de París, por ejemplo?  

 Por lo que parece, el mono también se llevó un susto, explicando así su grito y el haberse quedado reposando, y recuperando el aliento, en un letrero-anuncio sobresaliente en la pared, justo a mi lado.    

Nunca había visto a un mono tan cerca, así que tenerlo trepado en ese sitio supuso una gran oportunidad para inmortalizar el momento. Con mi mano derecha, y sin perder al mono de vista, busqué el estuche de mi cámara de fotos que siempre llevo agarrado al cinturón, al lado derecho de mi cintura. Abrí el estuche en un acto de simple mecánica, y realicé el movimiento exacto para coger la cámara. No obstante, tuve que desviar mi mirada y fijarme en el estuche porque no conseguía agarrarla. Fue en ese preciso momento cuando me olvide del mono, de la Vieja Delhi, de la India y de todo lo que me rodeaba. La cámara había desaparecido, el estuche negro bordado con el nombre Sony estaba vacío.  

 En un acto instintivo, mi siguiente movimiento fue deslizar la mano opuesta al interior del bolsillo izquierdo de mi pantalón. El shock de la cámara se multiplico aún por más. Mi cartera, con mi pasaporte, carnets de identidad, tarjetas bancarias y dinero en efectivo se había esfumado. 
Angustiado y preocupado apoyé ligeramente mi peso en la pierna derecha, puse mi mano en mi barbilla como si eso me ayudaría a pensar, y en un milisegundo realicé esta asociación de lo más válida: 


Esos tres cachorritos humanos, con las brillantes pupilas negras y las sonrisas de oreja a oreja,  que transmitían confianza e inocencia, me habían violado sentimentalmente. Se habían llevado mi cámara y mi cartera sin el mayor reparo de culpabilidad.   

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