Seguí caminado por las embarulladas calles de Vieja Delhi, pero ahora focalizado en mis pensamientos y reflexiones, ambos alterados y trastocados por la reciente interacción con los niños.
El estado de insensibilidad y dureza que adopté para anteponerme ante las difíciles imágenes de la India no se vio vencido por los intocables tirados en las calles aparentando estar muertos, ni por los ancianos pedaleando una bicicleta con un cochecito cargado con siete personas, ni por la gente llorando y orando en los templos. Tuvieron que ser tres niñitos indefensos los que me tocarán la fibra de la manera más dolorosa posible. Y eso que no los vi enfermos, mendigando ni muriéndose; fue una simple interacción natural y sana.
A medida que caminaba por las calles, ahora ignorando mi entorno, por imposible que parezca, empecé a crear supuestos de cómo debía ser la vida de esos tres críos. ¿Dónde y con quién vivirían? ¿Qué harían durante todo el día? ¿Pasarían hambre? ¿Llorarían por las noches añorando a sus seres queridos?
Recordando algunos artículos que había leído, contemplé la posibilidad de que alguno de esos tres niños se extraviara en algún festival.
Todo podría haber empezado un quince de agosto cuando una de las familias se dirigió a Delhi para celebrar el día de la Independencia. Por alguna razón, en medio festejo, el niño se desprendió de la mano de su padre y ambos fueron arrastrados por las corrientes humanas en direcciones opuestas. Por mucho que llamara a su padre, no volvió a encontrarlo. Caminó durante largas horas por la ciudad, cobijado por los cientos de cometas que planeaban por el cielo, pero sin suerte. Pedir ayuda a diversas personas de nada sirvió. Lo que había empezado como un alegre viaje, acabó en un desastroso final con un miembro menos en la familia.
Me venían ganas de llorar. La angustia que debe ser vivir una situación parecida, pobre chico. No volvería a ver a sus padres jamás…Con qué filosofía o mentalidad se puede superar o aceptar una situación así.
A lo mejor el caso de alguno uno de los tres chicos no tenía que ver con un desgraciado incidente. Alguno de ellos quizás emigrara a Delhi en busca de comida, viendo que sus padres no podían cargar con tal responsabilidad. Me preguntaba si los padres lo habrían forzado a irse o si él había tomado la iniciativa. Cualquiera de las dos formas suponía un valor infinito, por parte del niño, al tener que partir desprotegido hacía lo desconocido.
Los tres niños no parecían hermanos, así que fueran cuales fueran sus historias individuales, se encontraban en las mismas circunstancias y por eso decidieron ayudarse, formar un equipo.
No paraba de darle vueltas a diferentes ideas. Me apenaba mucho que alguna de las posibilidades fuera cierta. Ojalá me estuviera equivocando y los tres, con familias, sólo hubieran estado correteando por las calles para distraerse. No obstante, su vestimenta y sus condiciones higiénicas, debidas a la dejadez y no a la pobreza, desaprobaban mi última positiva suposición. Además había algo, como una fuerte intuición, que me decía que efectivamente eran niños solitarios encarrilados en una vida de penuria, dificultades y retos de sobrevivencia.
Los vendedores ambulantes se me lanzaban por las calles, me agarraban del brazo para forzarme a comprar algo o me expresaban clemencia en un idioma que me sonaba a hindi. Yo, por mi parte, me libraba de ellos con suma facilidad; no por intención propia, sino porque seguía cavilando sobre destino que se les había asignado a los niños. Dejé de especular sobre su pasado y me centré un poco más en su presente y en su futuro.
Si volvía a la Vieja Delhi, ya al anochecer, es posible que los encontrara durmiendo en el suelo, delante de la puerta de una tienda o en un rincón; rodeado de ratas y perros. Es una escena que se ve mucho en la India pero, como todo en esta vida, la impresión es mayor si se trata de chiquillos. ¿Y en la época del monzón? Me preguntaba yo. Seguro que eran lo suficiente espabilados para encontrar algún cobertizo donde meterse, algún templo donde protegerse y si no conseguían ninguna de estas dos opciones, siempre podían resguardarse debajo de un coche aparcado.
Volviendo a ráfagas optimistas, planteé fugazmente la posibilidad que una buena familia los hubiera adoptado, de manera no oficial, dándoles algo de comida de vez en cuando, por ejemplo.
No obstante, recapacitando un poco y situándome en un contexto real llegué a la conclusión que la gente en la India ya tiene suficientes dificultades para cuidarse y alimentarse a sí misma como para estar ayudando además a los miles de infantes callejeros.
La amargura que me corroía por dentro, debido a mi análisis y mis suposiciones, sabía a miel en comparación a lo que sentí cuando comprendí que esa horrorosa verdad tenía una continuidad larga y duradera. Los niños se encontraban aprisionados en la trampa de la desgracia. Adoptando el enfoque clásico, el hecho de tener que luchar por su sobrevivencia, pensando en el día a día, nunca en el mañana, significaba que estas criaturas no podían ir a la escuela. De este modo, la única puerta de salvación o de mejora estaba cerrada con doble llave y pestillo. Esto significaba que tendrían que permanecer siempre en la baja escala económica, realizando las peores y más desagradables tareas para seguir adelante, centrados en el hoy, nunca en lo venidero.