Cuento ganador del V concurso literario Màrius Torres - Julio 2020 en Sant Quirze de Safaja (Cataluña)
Ahora aprovecharé para ir a comprar papel de baño, palomitas y cervezas. Esto piensa Oriol mientras da vueltas por el piso, de la sala a la cocina, de la cocina a la habitación, pasillo arriba, pasillo abajo.
Me sentará bien salir, me sentará bien salir, se va repitiendo. Poseído por un empuje de vitalidad se planta en el recibidor y descuelga la chaqueta. Coño, pero si no llevo ni los zapatos, se recrimina. Deja la chaqueta y se dedica a buscar, con unos pasos lentos y medidos, unos zapatos por el apartamento. Cocina. Sala. Terraza. Baño. Sala. Su avanzar se acelera poco a poco. Cuando vuelve a pasar por la sala, tiene una idea:
—Me beberé un vaso de whisky antes de ir al súper.
Abre el armario de bebidas que hay al lado de la televisión y extrae una botella con una etiqueta en dónde aparece un hombrecillo con gabardina, sombrero y bastón. También coge de allí un vaso de cristal que brilla con la luz del sol que entra por la ventana. Se sirve y se sienta en la butaca de terciopelo verde. Baja la mirada y se fija en el vaso que sujeta. Un vaso que parece acabado de salir de la fábrica y a través del cual se pueden ver, un poco deformados, los muebles y las baldosas negras del suelo. Un vaso al cual se aferra con los cinco dedos de la mano, como si no quisiera desprenderse.
Un fin de semana de invierno, cuando era pequeño, alquilaron una casa en Cadaqués a la orilla del mar. El sábado en la tarde, desde su habitación, comenzó a escuchar los gritos de sus padres. Como si fuera un eco, los chillidos de su madre intentaban anteponerse a esa voz más profunda y poderosa. La incertidumbre de no saber qué estaba pasando y la impotencia de no poder hacer nada, lo angustiaron. Corrió escalaras abajo, sin mirar atrás, solo deseando escapar de esas voces violentas que le ponían los pelos de punta. Anhelaba llegar a la playa para aislarse y desconectar, pero una vez allí, solo y muerto de frío, nada cambió. Delante de ese azul en donde las olas eran imperceptibles, la presencia de esos gritos agresivos dentro de su cabeza se intensificaron. Eran como los gemidos de unos monstruos de tres metros, deformes y peludos que sacan espuma por la boca. Unos monstruos que ahora puede volver a percibir, después de tantos años, al mirar la bebida oxidada y estancada en el vaso.
Oriol se levanta de golpe de su butaca y sale corriendo hacía la cocina en donde derrocha el contenido del recipiente. Deja ir un largo suspiro, como si se hubiera librado de un ejercito de espíritus que lo quisieran atacar. Da un par de vueltas más por el piso y poco a poco recupera la tranquilidad. Ya va siendo hora que salga, piensa.
Un coraje enigmático vuelve a apoderarse de él, entra a la habitación y se pone unos pantalones largos encima de los cortos que lleva. También se calza unos zapatos que encuentra debajo de la cama. Tu puedes Uri, tu puedes, se anima. En el recibidor se pone la chaqueta. Abre la puerta, sale, la cierra y se percata que se ha olvidado la cartera. Hace el intento de introducir la llave en la cerradura para volver a abrir, pero la mano le tiembla. No tiene pulso para atinar ese pequeño instrumento de hierro en la apertura simétrica. Un gran abatimiento lo invade. Con la mano izquierda mira de sujetarse la muñeca, pero el temblor es demasiado intenso. Intenta meter la llave tres veces sin éxito. El sudor frío le gotea por la cara. Finalmente lo consigue y a toda prisa, como si se estuviera quemando algo en el horno, entra al piso y cierra la puerta detrás suyo con violencia. Un golpe seco resuena por todo el edificio. Con la respiración alterada se queda apoyado contra la puerta. Tiene los ojos rojos y una sensación de rabia e indignación lo devora por dentro.
Una vez recuperada la serenidad se saca, en el recibidor mismo, los zapatos, los pantalones y la chaqueta. Las piezas quedan en el suelo unas encima de las otras como si se hubiera hecho invisible. Sin pasar por su habitación, se dirige a la sala y se planta delante del armario de bebidas una vez más. Con unos movimientos mecánicos y poco naturales, coge un vaso limpio, lo llena de whisky y se sienta en la butaca. La mano ya no le tiembla y tiene una respiración constante.
Remueve el vaso en el sentido de las agujas del reloj. El whisky se balancea dentro del recipiente. Se lo acerca a la cara y lo examina con atención, como si intentara buscar las respuestas allí dentro. Da un sorbo y el sabor añejo e intenso de la bebida lo sorprende.
—Más vale que me quede en casa —se dice en voz baja.
Entrega de premios sábado 25/07/2020: