Flor Marcida

FLOR MARCHITA

     Empezar con una filosofada dicen que es útil para captar la atención del lector. Veremos.
     En pleno siglo XXI los matrimonios (sinónimo de vivir con alguien de manera definitiva) han ido pasando de moda. Fíjese en la cantidad de amigos suyos divorciados o incluso verá que los padres de éstos hace años que no comparten cama matrimonial. 
     Antes la mayoría de personas sucumbían a los cincuenta años de edad por lo que la vida se podía dividir en tres fases: niñez, juventud y adultez. Actualmente, gracias a muchos factores, la esperanza de vida se alarga hasta los ochenta o noventa años. Esto provoca que cambiemos de intereses y objetivos en cada una de las diferentes etapas. Relacionándolo con el matrimonio, encontrar una persona que evolucione en la misma dirección durante tantos años es casi misión imposible. Puedes encontrar tu media naranja en el período de juventud-adultez, pero llegando a la madurez (de cincuenta a setenta años) puedes percatarte que lo que entonces necesitas es una media manzana. 
     Otra perspectiva menos rebuscada que también justifica el incremento de divorcios debido a la longevidad es que son pocas las personas con las que puedes vivir setenta años sin cansarte, ni aburrirte, ni querer tirarlas por la ventana. 

     Esta introducción es para presentar la idea de que los humanos cambiamos nuestros criterios reproductivos y relacionales en cada una de las etapas de nuestra vida. No obstante, algo curioso, y desconozco si común entre los otros individuos, es que mi juventud se integró de diferentes fases.
     Una etapa, muchas fases.
     Seré directo y firme: mis obsesiones por un tipo de mujer en concreto, con unas características específicas, fluyó y varió semanal, mensual o anualmente dependiendo de los casos. En ciertas temporadas me fijaba únicamente en mujeres que se pintaban las uñas o que tenían los labios enfresados. Otras veces buscaba solo pelirrojas y puede que al cabo de un tiempo renovara mi preferencia, sin ninguna razón en particular, por las asiáticas. 
     Es decir, mis metas variaban regularmente. Una singularidad femenina me satisfacía hasta un cierto día y de golpe llegaba su fin, como si me hubiera aburrido de ese gen en concreto. Es un aspecto difícil de detallar, simplemente moría en mi el deseo por una peculiaridad común de un grupo de mujeres i nacía el apetito por un fetichismo compartido por otro grupo de damas. 
     Podía tener delante a la rubia más sensual del planeta, que si estaba con el chip de chicas morenas, por ejemplo, la mujer de cabellos solares pasaba desapercibida para mis sentidos. 

     Cabe destacar que no era un estúpido roedor que simplemente quisiera acostarse con mujeres de diferentes características. De hecho la modificación de mis deseos podía darse antes de intercambiar fluidos íntimos con ellas. 
     Me he analizado muchas veces, pero no consigo descifrar el porqué de esos cambios tan repentinos. Otras aficiones que tengo no han variado del mismo modo que mi tendencia por las mujeres. Toda la vida me ha gustado el mismo equipo de rugby, mi profesión siempre me ha fascinado y todavía mantengo el contacto con amigos del parvulario. Pero muy a mi pesar, la relación amorosa más larga durante mi juventud fue de tres meses. 

      He perseguido mujeres altas, con alguna extremidad amputada, mulatas, vestidas con sombrero, gordas, ricas, con pareja, universitarias, menores de edad, pero la obsesión más desesperada y extrema fue con las mujeres maduras. Ignoro por qué este rasgo se convirtió en una manía. Recuerdo que entonces frecuentaba con una tal Jane, una simpática chica de Essex, elegante, culta y bizca, cuando de repente empezaron a atraerme las madres de mis amigos, las señoras con hijos e incluso la propia madre de Jane. A ella, de hecho, la tuve que dejar porque era demasiado joven para satisfacer mi inquietud. 
      Creo y quiero pensar que mi anhelo por las mujeres mayores se debió a diferentes circunstancias, concretamente a dos. En primer lugar ver por la calle señoras vestidas a la moda y maquilladas me daba mucho que pensar. Deseaban ser contempladas como antaño. Ser deseadas. Ser soñadas y aclamadas. Era palpable que les gustaba que los hombres las observaran. Y si alguien joven como yo fijaba la mirada en ellas, sus ojos transmitían excitación y satisfacción. Siempre había observado este detalle pero la combinación con el siguiente factor hizo estallar la bomba: cenando en casa de un amigo su padre nos explicó que cuando era un jovencito, él y todos sus hermanos hicieron la primera cama con una mujer casada del barrio. Fue un comentario simple y puntual, pero supongo que me impresionó mucho, sobre todo por cuestionarme que hubiera pasado si una mujer experimentada como esa vecina me hubiera estrenado. ¿Qué interés tenía esta esposa en llevarse a la cama jovenzuelos vírgenes? A lo mejor se volvía a sentir joven. A lo mejor tenía vocación de maestra.  

      Pasé muchos meses sumergido en la paranoia de querer alcanzar el nuevo objetivo surgido. Esta vez el contenido sexual era fundamental en la obsesión. En los periodos en que perseguía rubias, por ejemplo, el acto sexual era un complemento; lo que realmente me gustaba era que las personas nos miraran por la calle y dijeran que bien acompañado va este galán. Incluso el simple hecho de contemplarla, sin tocarla, y ver su reluciente cabello ondeando en el aire ya me apasionaba tanto o igual que un posible coito. 
      Eso no sucedía con las mujeres adultas. Tenía una llama interior que ardía gracias a la cera de la pasión y la lujuria. Pensar en la necesidad que tenían ciertas maduras para poseer un inexperto me excitaba de la misma manera que pensar en todo lo que podrían enseñarme en la cama. Son personas fogosas con una bibliografía sexual muy completa y experimentada. Pensar en lo erótico que podían transformar un acto tan simple como el de desnudarse ante la mirada de un hombre, a diferencia de una tímida veinteañera, me derretía.  

      La búsqueda de mujeres mayores se hizo continua y traumática. En otras ocasiones, cuando abría la veda de caza para capturar una dama con una particularidad específica, me lo tomaba con más calma y menos tensión. Supongo que el ardor inicial por mujeres de edades avanzadas albergaba una temperatura mayor que en otros casos. Eso contribuyó a que el desespero y el querer ir rápido fueran mis mayores errores. 
      Por las calles buscaba excusas para entablar conversación con cualquier señora, ya fuera en un semáforo peatonal como en las tiendas. También intentaba ir a discotecas frecuentadas por personas de cabellos plateados. No obstante, pasaban los días y los resultados seguían siendo nulos. A lo mejor la impaciencia de querer conseguir este objetivo carnal creaba la sensación que el tiempo fluía más rápido y con peores frutos que en otras ocasiones. 
     Una noche en un bar de copas conocí a una cuarentona. El negro rímel bordeaba sus ojos y un azul mar coloreaba sus parpados. Era una rubia artificial que no vestía demasiado provocativa; lo que me hacía dudar de sus intenciones. ¿Qué hace una mujer de su edad en un sitio como aquel, sola, a esas altas horas de la madrugada? La excusa de que quisiera pasar un rato consigo misma no me valía. 
      Desde el primer momento captó mis intenciones y, en vez de mantener distancias, adoptó un carácter próximo. Estoy seguro que le gustó la idea de tontear con un chiquillo que podría ser su sobrino o incluso su propio hijo. 
      Nos entendimos muy bien y conversamos largamente. Era una administrativa culta e interesante, con mucha labia. 
      Mi principio era tratarla como si fuera una igual, en referencia a la edad, y eso lo agradecía. 
      Tenía plena seguridad que esa era mi noche; la delicadeza con la que me tocaba cuando le tomaba el pelo o le hacía reír era un signo más que suficiente. Llegamos a un elevado punto de conexión que daba lugar a dar otro paso, es decir, dirigirnos a su casa, a la mía o quizás a otro bar. Sin embargo, todo se desvaneció cuando recibió una llamada telefónica. Su expresión facial se enderezó y adoptó un tono serio. Contestó y al colgar el teléfono me dijo que la reclamaban en casa y, por lo tanto, debía marcharse. Dejó la interpretación a mi gusto, podía haber sido su marido, sus hijos o la niñera. Nunca lo sabré. El hecho es que se levantó con decisión, se colgó el bolso con elegancia en el hombro y me dio un par besos al mismo tiempo que afirmaba que había sido un placer y que había pasado un rato muy agradable conmigo. 
      Ni pensé en pedirle el contacto. No era mi rol. Si hubiera sido alguien de mi edad, entonces hubiera dado ese paso. Pero eso no era parte del juego. Una de las gracias de tener una aventura con una señora mayor es que ella lleve la voz cantante porque es la fuente de la experiencia. Ellas son las que tienen que tomar el mando tanto en la interacción como en la cama. Si no transcurriera así no me sentiría realizado en el hipotético caso de consumar el pecado. Sería como ir a la universidad y que el catedrático se quedara en blanco en algún punto de la clase y los alumnos tuvieran que sacarlo del tropiezo. Podría darse el caso, pero entonces la imagen idealizada del profesor insignia de la universidad se esfumaría. 
      En resumen, el gozo al pozo. Disfrutaba de la carrera y podía percatar a lo lejos, casi a tocar, la medalla de oro que brillaba con fuerza y poder. Pero de repente fui vencido por un factor aleatorio y fuera de mi control. El gozo cayó a un pozo sin agua que amortiguara el golpe. 

      Como es comprensible, tener la victoria tan cerca y volver a casa sólo fue un golpe duro de encajar. El infortunio previo a esa derrota y la poca suerte posterior me condujeron a un estado de ánimo depresivo. No soy de los que tira la toalla, pero en este caso los numerosos intentos y la casi consecución me habían desanimado. No veía la salida. Lo había intentado todo y los resultados seguían plantados en un desierto. Lo máximo conseguido habían sido dos besos en las mejillas. 
      En algún momento pasó por mi mente visitar una casa de citas y allí contratar a una prostituta entrada en años. Valoré esta opción con seriedad. Seguramente no lo consideraría como la victoria definitiva, pero sería un sorbo de agua para aguantar la caminata por el desierto.  
      Al final decidí rechazar este atajo porque sería hacer trampas. De forma paralela, nunca hasta entonces había tratado con mujeres públicas y no era momento de empezar. A los cincuenta años y con todo el atractivo perdido quizás me lo planteara, pero en plena juventud eso era un derroche de tiempo, autoestima y dinero.   
      Entré en un periodo de hibernación. Seguía con la obligación implícita de conquistar a una mujer mayor -no podía entrarme en la cabeza estar con alguien que no cumpliera esta característica-, pero me lo empecé a tomar con paciencia y tranquilidad. Siempre con la brújula abierta, pero sin perder el Norte. Ya llegaría el premio en algún momento. 
      Al cabo de cuatro meses, tres semanas y seis días de adoptar esta actitud osuna, llegó el día tan ansiado. 

      Ese día me encontraba mirando la tele en una postura cómoda adoptada después de muchas horas de pruebas y correcciones. Estaba en casa con mis padres sin planes para el resto de la tarde y de la noche. Un estado que todos hemos vivido alguna vez; tranquilidad e indiferencia total. Desgana para hacer todo y ganas para hacer nada. 
      Mis padres sí que estaban aprovechando el día: cocinando, merendando, yendo de compras y limpiando; todo lo contrario a su hijo. 
      En la noche me anunciaron que irían a cenar a casa de una amiga. Yo, sin fijarme ni preguntar, afirmé que los acompañaría. Pasé por alto el género de la palabra amiga que habían citado y ni me importó si había una invitación para mí. Lo que necesitaba era mover mi disecado tronco de ese sofá para hacer algo de provecho. 
      Ellos se cambiaron y se ajustaron ropas más o menos elegantes. Yo, en cambio, continué metido en la misma camisa arrugada y el pantalón de pana de cada fin de semana. 
      Llamaron a la amiga para asegurarse que no era ningún inconveniente llevar de imprevisto a su primogénito y ella no antepuso excusa alguna. 
      El piso estaba en el centro de la ciudad, en una calle estrecha y llena de tiendas cerradas. Cuando subimos al tercer piso y conocí a la amiga no me invadió ninguna sensación en especial a pesar de acumular los años que yo consideraba más que suficientes para calmar mi sed. Por muy raro que parezca, supongo que al estar acompañado de mis padres, no creé hipótesis ni planteé posibles abordajes. Es como si ese día hubiera dejando en casa la obsesión que me perseguía desde hacía meses. 
      Algo curioso a destacar es que el apartamento me dio la misma impresión que su propietaria. Era una vivienda repleta de muebles antiguos pero bien conservados, barnizados y limpios. Toda la casa, a pesar de no tener nada destacable, era agradable debido a los adornos que lo complementaban tales como cuadros, jarros y alfombras. Que me encontrara cómodo en él para esa velada nocturna no implicaba que me planteara vivir en un lugar perecido en un futuro. Era un sitio de paso; agradable pero temporal. 
      Me mantuve al margen de la reunión durante todo el rato. Estaba presente físicamente, pero no mentalmente. No tenía ni idea de cómo se conocieron ni participé en las conversaciones. Yo simplemente cené mientras reflexionaba en mis temas. La amiga no se interesó en mí en ningún instante. Me trataba con la misma indiferencia que yo a ella. 
      Todo lo relatado hasta ahora cambió en la última interacción. Cuando nos marchábamos y estaba acompañándonos a la puerta, noté que olvidaba mi chaqueta. En el momento en que iba a justificar mi cambio de ruta, ella me atacó con su mirada y me silenció. Pocas veces me he topado con unos ojos tan expresivos y que comunicaran tanto. Volví a adoptar la posición inicial y salí con mis padres del apartamento. Nos despedimos agradeciendo mucho la cena. 
      Bajamos y cuando ya doblábamos la esquina les indiqué que me había dejado la chaqueta por lo que regresaría a buscarla. Les dije que no me esperaran porque después aprovecharía para ir a tomar algo con unos amigos. 
      Asintieron y prosiguieron su marcha. Yo volví al edificio, al ascensor y a tocar la puerta. 
      Abrió la amiga de mis padres y reaccionó como si no supiera porque había vuelto. 
      Mientras recogía la chaqueta me invitó a tomar una copa de vino que acepté con educación. Ahora mi mentalidad, al ya no encontrarme con mis padres, cambió estrepitosamente. Sólo tenía entre ceja y ceja a esa mujer y, por lo que podía sentir, yo también me encontraba entre sus cejas. 
      Esta vez no paró de interesarse, algo que no había hecho durante la reunión anterior, por mi vida personal, básicamente en mis amigos, novias y aficiones. Me miraba coquetamente. Estábamos sentados en el sofá sin tocarnos, en diagonal, cerca el uno del otro tomándonos el vino.  
      Cuando le quedaba un cuarto de copa se la tomó de golpe, se levantó y me dijo: 
      —Me voy a la habitación. Puedes entrar en cinco minutos y si no ha sido un placer, ya sabes dónde está la puerta.  
      No quiero saber la cara de excitación que debí poner. Lo que sí sé es que en el momento que dijo esa frase yo ya estaba cronometrando los cinco minutos con el reloj. Ella caminó hasta su habitación, llevando en la mano izquierda la copa otra vez rellenada.
      A los cinco minutos, que se hicieron muy inquietos, me levanté con decisión e inspire profundamente. Toqué la puerta y entré. Allí estaba ella, acostada y desnuda en la cama. Se apoyaba en los cojines y cogía la copa transparente con delicadeza. No se puede decir que fuera una escena de película porque no llevaba una bata color rosa ni la habitación era imponente. 
      Estaba atónito, viendo ese cuerpo erosionado por los años, pero siendo aún muy poderoso. Ordenó que cerrara la puerta y, tocando la superficie de la cama con la palma de la mano, indicó que me acercara. 
      Avancé con cuidado, mirándola a ella y ella mirándome a mí. Me aposenté en la cama, ella se irguió un poco para poder llegar a mí y devorarme. No hubo intercambio de palabras. 
      No es la mujer con el mejor cuerpo, con los pechos más consistentes ni con las piernas más finas que haya visto, pero el descaro con el que actuaba era alucinante. Todo lo hacía con naturalidad, como si de conversar se tratara. 
      El transcurso de toda la situación, visto desde un ángulo ajeno al nuestro, no sé qué vibras generaría. Un cuerpo joven envolviéndose con un cuerpo pálido y no tan fresco. El movimiento de la experiencia con el movimiento del ímpetu. 
      Una coalición de dos coches con carrocerías distintas. Sin embargo, lo importante es que ambos cuerpos se entendían, sabían su rol y el papel que tenían que asumir. 
      No fue una escena corta sino más bien larga y duradera, con preliminares, paso a paso, sin llegar al desenlace de manera precipitada. Se disfrutó cada beso, cada lametón y cada apretón de uñas. La única diferencia fue al final cuando el hombre, yo, el de vitalidad eterna, quedó fascinado con tal experiencia y el triunfo de conseguir un objetivo que se había hecho de rogar; y la mujer, ella, la de los años avanzados, quedando exhausta ante tal desgaste físico, pero feliz de alcanzar un propósito intrínseco. A uno se le podía ver allí, reposado en sus hombros, reluciente y satisfecho, pero aún repleto de energía; y a la otra tendida como estrella de mar, respirando violentamente y con los ojos cerrados. 

      Pasaron los minutos y viendo que se había quedado dormida decidí marcharme. La adrenalina de tal prueba de fuego me tenía derramando frescor. No me apetecía dormir ni tampoco encontrarla a la mañana siguiente observándome con esos ojos tan reveladores. 
      La habitación había quedado a oscuras. Entraba un pequeño rayo de luz proveniente de la terraza de otro piso, pero esa iluminación era mínima y no permitía distinguir la ubicación de las cosas. Tuve que ir tanteando a ciegas buscando mi ropa. Estuve un buen rato hasta que hallé mis pertenencias básicas. Los calcetines ya ni los busqué, pero el pantalón o la camiseta eran esenciales. 
      Intentando buscar el camino hacia la puerta me tropecé con algo duro y largo que estaba apoyado en una silla, al lado de la cama matrimonial. Me agaché para ver qué era y al palparlo noté que era su bastón. Lo agarré y lo volví a colocar en el mismo lugar. 

     Cuando por fin encontré la puerta de la habitación miré en dirección a la cama. No podía ver nada ni distinguir su silueta, pero me la imaginé allí tendida, con su cabello blanco como si de una rosa blanca se tratara. Una flor que había permanecido cerrada durante largos meses de invierno y ahora se había abierto debido a la llegada de la joven e inexperta primavera.
     Regresé a casa encantado conmigo mismo, satisfecho porque la persistencia es un requerimiento esencial en esta vida para alcanzar la victoria. En los objetivos siempre es importante marcarse un mínimo; excederse nunca está de más
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