Així passa

ASÍ PASA

     Recobré la consciencia y sin abrir los ojos noté que algo no iba bien. Alguna cosa no funcionaba con normalidad. Sentía un fuerte y constante dolor de cabeza. Era un dolor familiar que ya había tenido en otras ocasiones, pero ahora con mucha más intensidad. Esperé un par de minutos, aún con los ojos cerrados, para ver si mejoraba mi situación, pero nada. Finalmente decidí despegar mis parpados y, en ese momento, un fuerte mareo me sacudió. Incluso, durante los primeros segundos, visualicé el techo borroso con manchas opacas.  
     A diferencia del dolor de cabeza, el mareo y las manchas desaparecieron. Pero entonces se sumó una sensación de desconcierto. Estaba en mi habitación, pero me sentía perdido. Como si fuera un intruso. Algo fallaba. No la percibía de la misma forma que cada mañana al levantarme. No entendía porque mi ropa estaba dispersa por la habitación ni mis sabanas tan ajetreadas. Había algo más en la atmosfera que me daba malas vibras. Me sentía culpable. 
     Debido al dolor de cabeza me senté al borde de la cama en calzoncillos. Levantarse tenía que ser un proceso gradual. Fue ahí, en esa incorporación, cuando empecé a conectar cables. La noche anterior había salido de fiesta con unos amigos y el plan era ir a la discoteca Somisphere. Sí. Eso lo tenía claro. Sin embargo, no recordaba nada más. La última imagen era la de estar tomando cervezas en un pub. Después no sé a dónde fuimos, dónde bailamos ni cómo llegué a casa. 
     Fui al baño y, torciendo el tronco, absorbí del grifo toda el agua que puede. De paso, me enjuagué la cara. Ese manotazo frío me reactivó, pero el desconcierto seguía presente. 
     Volví a la habitación y vi que en la mesita de noche había una hoja con algo escrito. El bolígrafo estaba encima haciendo de pisapapeles. 
     El mensaje decía lo siguiente: 



     Ahora vuelvo, he ido a buscar el desayuno. 


     El mareó volvió, pero ahora no por culpa de la resaca. ¿Quién demonios había escrito eso? Por Dios. Ahora entendía el desorden de mi habitación; la cama, mi ropa.... Un fuerte ataque de ansiedad me gobernó. Ya podría haber firmado el mensaje. ¿Quién sería? ¿Joana? ¿Federica? ¿Otra amiga? ¿A lo mejor una desconocida? Qué nervios –o que miedo, mejor dicho–.
     Estas situaciones de incertidumbre siempre me alteran mucho, pero ahora, aún con el alcohol fluyendo por las venas, todo se intensificaba. Fui capaz incluso de sentir como mi pulso se aceleró.
     ¿Hacía cuanto tiempo que había escrito la nota? Podía regresar en cualquier instante. 
     Medio acomodé, a toda prisa, las sabanas, el plumón y los cojines. Fue un acto instintivo para disminuir la sensación de desorden. La ropa del suelo, la puse en una silla. Dudé si ponerme prendas limpias, pero acabé vistiéndome igual, incluso con los mismos calcetines. No había tiempo que perder. Tenía una cosa clara: no quería descubrir la chica que traería el desayuno. Las sorpresas no me gustan. Ya podría ser una rubia delgada con cara de marfil –sí, podía ser la misma Anna Bulé– que la incomodidad seguiría siendo máxima.
     No sé por qué diantres me tengo que meter en estos líos. 


     Bajé por las escaleras porque estaba seguro que con ascensor tardaría más. Y a medida que iba bajando, piso tras piso, empecé a imaginarme diferentes desenlaces. En primer lugar, en algún momento tenía que volver a casa, ni que sea para dormir, y quizás la encontraría esperando en el portal o delante de la puerta del piso. Bueno, en ese caso podría decir que no había visto el mensaje. 
     Cuando estaba en el segundo piso sustituí la preocupación recién mencionada por otra: no revisé si la chica se había dejado algo en la habitación, ya fuera expresamente o como despiste. Eso fomentaba las posibilidades de que regresara otro día y me volviera a ver con ella.
     Al salir del edificio, el aire fresco me inyectó una ráfaga de optimismo: a lo mejor había tocado el timbre y no lo había oído. 
     Me detuve a media calle e intenté analizar la situación, como si de una ecuación matemática se tratara. Sin dudarlo, di la vuelta y subí otra vez al piso. Tenía que minimizar mis miedos y, de todas las hipótesis que había creado, averiguar si se había olvidado alguna pertenencia era lo más fácil de comprobar.
     Con calma, pero con prisas, revisé mi piso sin encontrar nada. Qué alivio. 

     Regresé a la calle sin más remedio que considerar, con todas mis fuerzas, la posibilidad de no haber oído el timbre. Parándome a pensar, era lo más probable. No se puede tardar tanto en comprar el desayuno.  
     Crucé el primer paso de cebra que encontré. No tenía la menor idea a dónde dirigirme. Sólo quería alejarme. Caminar por caminar, para quemar los nervios, para tranquilizarme
     Giré una esquina y el knock-out llegó. Nos cruzamos; como si de una película se tratara. Despacio, mirándonos, en cámara lenta, pero sin detener nuestro andar. Un metro ochenta, pantalones tejanos, bambas New Balance azul marino, cinturón marrón y jersey rojo. En la mano derecha sostenía una bandeja con cafés Starbucks y en la otra llevaba una bolsa de la pastelería Fornet. 
     El desayuno. 
     Mi perplejidad fue colosal. No por su manera de vestir ni los cafés que llevaba, lo cual eran el veredicto final, sino su cara. Esas patillas acabadas en punta, esa barba de tres días, su cabello corto y esa sonrisa con dientes blancos y alineados. 
     Tantas posibilidades que había contemplado –qué si Joana, qué si una desconocida, qué si me estaría esperando en el portal– habían quedado borradas con violencia. Estaba atónito. Y fue justo en ese momento cuando recuperé la primera imagen de la noche. Yo allí, en la discoteca, sentado en un sofá, con una copa en la mano, y él, sí, él, aproximándose hacía mi con la mirada fija.
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