Cuando a los invitados les muestro mis dominios, mi habitación y mi balcón, analizan todo con superficialidad. Una mesa, sillas, libros, una cama, ropa, lámparas.
No profundizan. No se fijan en el significado de los objetos ni de las cosas.
Y lo más destacable es que en este armario en donde las personas ven simple calzado funcional, yo veo algo más. Cada zapato tiene una historia, e incluso diría que un carácter especial que se ha ido moldeando a partir de los diversos suelos por los que ha caminado.
Si algún allegado ha visto, por casualidad, mis Galileu seguro que se habrá preguntado por qué aún los conservo si ya están viejos y gastados. La mayoría de humanos cuando tienen alguna prenda demasiado usada, la tiran al contenedor como quién se desprende de una lata vacía de lentejas. Ese no es mi estilo.
Los zapatos son los que te guían por las calles y por el mundo, día a día. Permiten que el caminar se haga placentero, pudiendo así disfrutar de tu alrededor. Te protegen de peligros, de objetos puntiagudos y al final, después de tantos kilómetros, se acaba creando un vínculo. Por todo esto no se les puede dar el mismo trato que, por ejemplo, a una diadema de cabello. Se merecen un respeto, un reconocimiento especial. Son un componente esencial en la vestimenta porque en cierta manera desvelan tu personalidad y pueden llegar a ser irremplazables.
Para mí los Galileu representan mucho. Cada vez que los veo, una serie de recuerdos revocan en mi mente. No se trata de unos objetos inanimados. Ellos han sido mis compañeros de aventuras durante muchos días, en numerosos lugares y son estas vivencias especiales las que han forjado una relación muy fuerte y profunda entre nosotros.
La virginidad de los Galileu fue derrochada durante nuestro primer verano juntos, concretamente en Bolivia. Este país presenta una variedad infinita de paisajes; empezando por rocosas montañas, pasando por selvas húmedas y acabando en plataformas de sal.
Por mucho que los hice escalar por el empolvado Cerro Rico de Potosí o descender por la carretera de la Muerte, salpicándolos y cubriéndolos de lodo, ellos seguían ahí cada mañana, incansables, dispuestos a iniciar un nuevo día conmigo. Acompañándome.
Y fue en esta primera prueba cuando me percaté que eran especiales, diferentes del resto de zapatos que me había calzado hasta entonces. La comodidad y seguridad que me transmitieron, juntamente con su disponibilidad permanente, fue lo que más me sorprendió.
Después de esta primera aventura, caminaron durante unos cuantos meses por zonas más plácidas como los aeropuertos, las Ramblas o mi masía. Es entonces cuando podrían haber holgazaneado, acostumbrándose a ciertas comodidades burguesas. Pero llegada la hora de la verdad, cuando se presentó el siguiente verano con nuevos retos, ellos se plantaron en primera fila para volver a escoltarme, mano a mano. Ningún problema supuso para ellos abandonar la vida placentera para adentrase, otra vez, a mundos más mágicos y difíciles.
Los nuevos parajes a descubrir señalaron la India. Los Galileu caminaron por las calles empedradas de Veranasi, treparon por los lomos del elefante sagrado de Hampi y también reposaron, con el riesgo de robo, ante los cuidadores de zapatos en los templos más sagrados. Y siempre mantuvieron la misma actitud, como si de Europa se tratara, dándome el máximo confort. Podíamos estar recorriendo las alfombradas calles de basura o deslizándonos por los bellos mármoles del Taj Mahal, que siempre mantuvieron su actitud de sacrificio sin representar problema alguno. Presenciaron incluso escenas muy duras, en el sentido más humano, que no les desestabilizó para continuar con su deber.
Después de esos dos veranos en el sur de América y de Asia, dejé de utilizarlos por respeto y consideración. ¿Verdad que a tu abuelo, con muchas experiencias y kilómetros recorridos, no te lo llevarías al otro lado del mundo con el riesgo de que enfermara por cualquier microbio? Pues eso mismo me sucedía con los Galileu. Actuaba con mucha más conciencia y cautela en referencia a cuándo utilizarlos. Quizás me los enfundaba un día concreto para sacarlos a pasear, para que se sintieran útiles, pero sólo en ocasiones puntuales. Nunca me perdonaría que sufrieran un daño innecesario después de todo lo vivido juntos.
Con esta mentalidad tan conservadora transcurrieron los meses, con ellos descansando en el zapatero. Un día de junio, sin embargo, a un mes de empezar el tercer verano, salí al balcón para airearme, como de costumbre. Entonces noté que alguien me contemplaba. Alguien tenía su mirada puesta en mí. Efectivamente, allí estaban los Galileu, desafiándome.
De alguna manera me querían decir que no eran ancianos sino unos espartanos cuyo máximo honor es morir en pie de guerra. De este modo, no me quedó más remedio que llevármelos por tercer año consecutivo a conquistar nuevos mundos: la China.
La convicción y la persistencia que presentaron en Bolivia y en la India permanecieron intactas en estos nuevos parajes. Impresionante el aguante de estos guerreros. Escalaron por el Hua Shan, una de las montañas más peligrosas y sagradas de la China, y recorrieron numerosos kilómetros por la Muralla. El viaje no se ajustó a su supuesta vejez sino que incluso fue más intenso que en los otros veranos. Y sin ningún tipo de queja ni lamento, los Galileu siguieron como hasta entonces liderando el combate, eliminando a cada uno de los enemigos que se anteponía a nuestro paso.
Estos simples zapatos que la gente puede mirar con desdén, como si de objetos muertos y sin sentimientos se tratara, han visto culturas que se podrían considerar, en cierta manera, cunas de la civilización y han presenciado dos de las siete maravillas del mundo. Y siempre desempeñando una actitud admirable, de total responsabilidad, sin fallar en ningún instante.
En mi opinión, aunque admiro todo lo que han logrado, lo que más valoro es el cómo lo han hecho. El carácter y los principios con los que han conquistado la vida. Valentía. Honor. Lealtad. Unos adjetivos de los que he aprendido y de los que creo que sacaré mucho provecho en los años de vida que me quedan.