Se trataba de un bizcocho de chocolate –llamado Love Cake- servido en la pastelería Colmena. Tenía una capa de mousse de chocolate en el interior e iba bañado con una salsa de chocolate con un toque de avellanas. Cuando cortaba un trozo, se podía ver el contraste de las tres tonalidades marrones; todas tan similares en color, pero tan divergentes en sabor.
El día que lo probé, deslicé una cucharada al interior de mi boca y lo que sentí fueron dos cosas: chocolate y gloria. Pude diferenciar las texturas y los sabores de cada uno de los chocolates que integraban ese postre de dioses. Y como digo, eso es lo que sentí el primer y único día que lo probé porque, durante los cuatro años siguientes, por más que frecuentara la pastelería y pidiera el Love Cake, éste siempre se quedaba intacto en el plato, como si de un gesto aristocrático se tratara.
Entraba, me sentaba allí en cualquier mesa –tampoco soy tan maniático– y pedía lo de siempre: una botella de agua y el pastel. Con el compás de la música latina de fondo, bebía el agua y observaba mi postre y a los otros clientes. Cuando se acababa el agua, me levantaba y volvía por donde había venido, sin ingerir ni una pizca del pastel. Así fueron pasando los días y las ocasiones.
Los camareros me acabaron conociendo como si trabajara allí, pero nunca me recibían con especial simpatía. No entendían por qué lo hacía ni cómo se lo debían tomar.
Al cabo de un tiempo empecé a pensar que reutilizaban la tarta; que la servían a otros clientes después de recalentar la salsa líquida de avellana. Considerar esta posibilidad me molestó profundamente, por lo que a partir de entonces empecé a pedir el Love Cake acompañado de una bola de helado. Así, una vez se deshiciera el helado y se mezclara con el resto del pastel, no gozarían ponérselo a nadie más.
Los empleados se dieron cuenta de mis intenciones así que siguieron tratándome con la misma frialdad de antes.
Este acto sagrado lo interpretaba como un ejercicio, un entrenamiento. Delante mío se depositaba una tentación de lo más atractiva, y el reto consistía en mantenerme firme y obviarlo; controlar mis impulsos más salvajes. Por más ganas que tuviera de introducir un pedazo del pastel en mi boca, masticarlo, y que esa combinación de distintos chocolates fluyera entre mis dientes y se exhibiera ante mis papilas gustativas, la cuestión consistía en ser capaz de abstenerme.
En el fondo sentía lo mismo que cuando iba a las playas. Me moría de ganas de lanzarme encima del pastel, lamerlo íntegramente y una vez que se hubiera quedado sin el chocolate líquido, chuparle el mousse interior con ese gusto tan peculiar y agrio. En definitiva, comérmelo con tanto gusto que el propio pastel, viendo la excitación que me causaba, también se estremeciera de placer.
Esta manía se convirtió en tan trascendental que el mejor día de la semana era cuando realizaba el ritual. Ese día me iba a dormir con la sensación de ser un hombre, hecho y derecho, con carácter y fuerza de voluntad.
Y el truco de mi persistencia y autocontrol consistía en haberlo probado una vez. Hay ciertos placeres en la vida que sólo recordarlos ya te producen más utilidad que repetirlos regularmente porque la monotonía rompe la magia.
Durante todo ese tiempo que visité la pastelería nunca fui interrumpido. Me podían mirar las camareras o podía escuchar susurros incómodos entre los clientes, pero nadie se interponía entre nosotros. Bueno, hasta el veintitrés de marzo de este año.
Cuando me había tomado la mitad de mi botella de agua, se acercó una morena con el ombligo descubierto y se medio inclinó en mi mesa.
Me encantaron sus largas pestañas negras y sus delgadas muñecas, que certificaban que era de buena familia. Hubiera pagado por verla en la playa.
Mirándome con convicción, exclamó en tono serio:
—Te he estado observando durante el último mes. No sé si pretendes impresionar a alguien gastándote siempre cinco euros en algo que ni pruebas; como queriendo exponer tu nivel adquisitivo. No sé, a lo mejor te gusta jugar al duro. Aparentar que puedes contenerte ante tal manjar. Tú sabrás lo que buscas causar en ti o en los otros. Pero déjame decirte lo que pensamos. Te vemos como un pobre gato solitario. Siempre solo, sin compañía. Nos transmites tristeza, pena, y nos muestras cómo no deseamos acabar. Como ves, no nos fijamos en si te comes el postre, sino en tu acompañante: la soledad.
Me quedé muy sorprendido con tal sermón, aunque quizás me descolocó aún más cuando al acabar de hablar, metió la punta de su dedo en el pastel, dejando una hendidura y, justo antes de salir por la puerta, se giró una última vez, mirándome con desafío, al mismo tiempo que se chupaba el dedo índice impregnado de chocolate.
El personal había seguido la interacción con gran interés, pero cuando se fue, todos volvieron a la normalidad.
La semana siguiente de dicho percance volví al lugar, como si nada y pidiendo lo de siempre.
Me dediqué a mirar a cada uno de los presentes, detalladamente, intentando localizar a la chica de las nobles muñecas. Me hubiera encantando verla, en la mesa al lado de la ventana, establecer contacto visual con ella, aguantarle la mirada unos segundos y decirle, con un leve susurro: jódete, hoy no estoy solo.
Una vez me tomé el agua y me fui, sujetando orgullosamente la correa en la mano derecha, el pastel volvió a quedar allí, en la mesa, como siempre, intacto y derrotado.