Rusia

San Petesburgo

     La típica discusión entre David y sus padres radica en que siempre hace lo mismo los fines de semana. Duerme hasta tarde, se pasa horas mirando la televisión y cada sábado, como si de un acto sagrado se tratara, sale de fiesta con sus amigos del pueblo. Esta monotonía se repite, una y otra vez, durante cincuenta y dos veces al año. 
     A sus padres, como buenos tutores que son, les preocupa que su hijo no muestre interés en conocer partes del mundo, ver otras culturas o hacer amigos de otras características. 
     Por todas estas razones, una noche le propusieron, durante la cena, realizar un viaje a San Petersburgo de viernes a domingo. Ellos le pagarían el pasaje y le darían el dinero necesario para sobrevivir esos tres días. Él, simplemente, tendría que vivir la experiencia.
     Esta propuesta acabó con una mala cara y otro pleito. De hecho, David se levantó de la mesa y se encerró en la habitación. Estaba harto que se metieran con su forma de vida. Él era feliz así, y punto. 

     No se sabe si fue el dióxido de carbono que expiró durante la noche, y que en la mañana acabó inspirando, o sólo un sueño, pero la cuestión es que se levantó al día siguiente con el ímpetu de aceptar la oferta. 
     No tenía nada que perder y las rusas tienen fama de ser muy guapas. Además, a ver si así, de una vez por todas, sus padres dejaban de incordiarlo con lo de viajar y ver mundo. Al menos los mantendría calladitos durante un par de meses. 

     Aterrizó en San Petersburgo el viernes a media noche. Para no complicarse la vida cogió un taxi des del aeropuerto. Después de treinta minutos de trayecto, el taxista se detuvo en frente de unos edificios viejos y descuidados. David se quedó un poco desconcertado, más que un hostal eso parecía una comuna comunista o algo por el estilo. 
     Para su tranquilidad por dentro el albergue estaba de lo más bien. Era pequeño, limpio y con todas las comodidades necesarias. Su habitación era la más grande; una mixta de ocho personas. 
     Apenas llegó se puso a dormir y se despertó a las nueve de la mañana, del día siguiente, debido al ajetreo matinal de sus compañeros de habitación. 
     Estuvo un buen rato moviéndose por el hostal; que si una ducha, una meadita, un desayuno, conversar con alguien y todo para acabar jugando a la Play Station con el recepcionista –los otros inquilinos habían iniciado sus visitas turísticas, por la ciudad, por eso de las diez–. 
     Cuando se dio cuenta, eran las doce pasadas y decidió ponerse manos a la obra, es decir, aprovechar el día. 
     De todos los sermones que le soltaron sus padres sobre la ciudad –la habían visitado cuando aún estaban enamorados, es decir, al inicio de su relación– recordaba que con lo que estuvieron más pesados fue con el grandioso museo. Al parecer, contenía valiosas obras de arte y el recorrido para poder visitar el recinto, en su totalidad, era de veinticuatro kilómetros.
     El recepcionista le indicó cómo llegar. Estaba a unos siete minutos caminando. ¡Qué buena suerte había tenido al elegir un hostal tan céntrico! Lo gracioso es que lo había escogido al azar de una página web recomendada por un amigo. 

     El museo estaba dentro de un edificio con una fachada verde y blanca. A David no le pareció nada del otro mundo ya que sólo tenía tres o cuatro pisos. Tenía un aire europeo, quién sabe, quizás lo había construido Napoleón. 

     Tras muchos minutos de cola acabó llegando a la oficina de venta de tickets. Para ver si le reducían el precio enseñó su carnet de estudiante, de cuando aún iba a la universidad.  Para su sorpresa le dejaron entrar gratis. 

     La alegría se desvaneció cuando accedió a la primera sala. Era enorme, ostentosa y con muchos cuadros. Además estaba llena de turistas chinos que empujaban y tomaban fotos de todo lo que veían; contemplaban las obras a través de la cámara. 

     El tiempo perdido en la cola lo había dejado exhausto. No es lo mismo caminar que estar esperando de pie sin moverse. Le dolían las piernas y la cadera. Por eso, teniendo en cuenta su cansancio, y las salas repletas de obras y chinos, decidió marcharse. 

     Si le hubieran hecho pagar, se habría quedado para amortizar la entrada. Pero al ser gratis, qué más daba si continuaba o no. Él había ido al museo debido a la insistencia de sus padres. Pero como ahora tenía el ticket de entrada como prueba, todo solucionado. Sus padres estarían orgullosos de que hubiera ido, y él, por su parte, estaba feliz de ahorrarse tremendo tostón. 

     Esa era una de las filosofías más valiosas de David; intentar hacer feliz a los otros sin tomarse muchas molestias. Y lo acababa de conseguir. 

     Después de la breve visita lo que le venía de gusto era estirar las piernas. Con tan poca movilidad las tenía agarrotadas. Empezó a caminar por la primera avenida que encontró. Parecía importante debido a su amplitud y a la cantidad de gente que circulaba por las veredas. David se fijaba, con especial atención, en los rusos y en las rusas con que se cruzaba. Tanto así que pasó por delante de la Catedral de Kazán, con sus numerosas columnas y su voluminosa cúpula, y ni se percató. 

     –Realmente estas rusas están buenísimas, me las follaría a todas –no paraba de repetirse.

Las chicas no iban con ropas atrevidas porque el cielo estaba nublado, pero detrás de esas prendas podía imaginarse esos cuerpos desnudos. Incluso la más fea tenía algo que te sumergía en las aguas de la lujuria. 

     Intentaba no ser muy descarado con sus miradas, porque si por cualquier razón un novio reaccionaba, ya se veía en el hospital. Podía ser el ruso más bajito y delgado del país, pero su espíritu frío, esa mirada dura y esos rasgos faciales tan marcados, le hubieran hecho iniciar la pelea en inferioridad psicológica. 

     De repente se puso a llover y tuvo que suspender la caminata. Entró en una cafetería. Se tomó una cerveza mientras conversaba con sus contactos a través de Whatsapp (la cafetería tenía wifi).  Le hacía gracia estar en contacto con sus amigos a pesar de estar tan lejos. 

     Se entretuvo un buen rato hasta que decidió ir al hostal para ver si el personal se animaba a ir a alguna discoteca. La cerveza le había proporcionado la energía que le faltaba. 

     En el hostal convenció a dos italianos, que acababan de llegar, para salir de fiesta. Se tomaron unas cervezas en un pub irlandés para ponerse a tono, y después se dirigieron en taxi a una discoteca que los italianos conocían por referencias. 

     La discoteca  estaba en el subterráneo de un edificio. La música que sonaba parecía tradicional. No entendían nada, pero les daba igual porque allí había rusas muy rusas. 


     Se situaron en una esquina estratégica y se tomaron una copa. Pensaban que por ser latinos las chicas irían a hablar con ellos, pero nada.      Estaban equivocados, ni los miraban. 

     Los italianos, cansados y desanimados, se marcharon. David, en cambio, se quedó. Tenía que intentarlo; no podía irse de Rusia sin enrollarse con una local. 

     Fue pidiendo más y más copas, y cada vez probaba tácticas distintas, aunque sin suerte. Se ponía a bailar detrás de un grupo de amigas, pero estas se giraban extrañadas y se alejaban con cara de asco. Le guiñaba el ojo a las camareras desde la pista de baile, y cuando iba a pedir algo a la barra no lo querían atender. Cuando se acercaba a alguna joven solitaria para intercambiar alguna palabra, nada fluía (le contestaban en un inglés que no entendía) 

     Viendo frustrados sus intentos, no le quedó más remedio que volver al hostal. Lo curioso es que regresaba con cierta ilusión. Quizás no había conseguido ligar, pero al menos le esperaba una buena masturbación recordando alguna de las interacciones de la noche. 

     Mientras se duchaba seleccionó a la chica morena de la barra del bar. Tenía una barbilla y una nariz puntiagudas que la asemejaban a una felina. Su mirada y sus cejas pintadas en tonalidad marrón, semejante al cabello, acentuaban aún más su carácter y sensualidad. Lo más remarcable, no obstante, era el vestido ajustado que remarcaba sus voluminosos pechos. Desabrocharle los sujetadores y ver de repente esos senos pegados a su delgado cuerpo le dejaba sin saliva. Sólo de imaginársela en plena acción en la cama se le ponían los pelos de punta, entre otras cosas. 

     Se fue a dormir relajado, con la sensación de haber disfrutado de la noche. Haber estado tan próximo a esa divinidad e incluso haber olido su fragancia, lo dejaba relativamente satisfecho. 

     Con tantas cervezas y tantas copas, su despertar se quedó dormido hasta pasado el mediodía. Para disminuir la resaca se volvió a duchar y después se comió un kebab en la misma calle del hostal. 

      Aún le quedaban un par de horas antes de partir hacia el aeropuerto, por lo que le apeteció ir a la Iglesia de la Resurección, que tiene unas cúpulas de colores de caramelo y suele aparecer en las revistas de viaje. 

     Cuando divisó la iglesia desde la lejanía empezó a caminar decidido en su dirección. Le entusiasmaba pensar cómo triunfaría con esa foto. La subiría a Facebook y vete a saber la cantidad de “Me Gusta” que generaría. Esperaba superar el centenar. Esa era su meta. 

     Se tomó una selfie desde un ángulo adecuado y en seguida se metió en un café con wifi. La subió con el título: Fin de semana en San Petersburgo. 

     De repente le inundó una sensación de satisfacción. Se sentía realizado; como si el viaje había valido la pena. Ahora lo único que deseaba era que la siguiente semana pasara volando para salir el sábado con sus amigos y explicarles todo. A ver si así también se quitaba la espina de las rusas. 

Share by: