Si algo me ha impresionado de Polonia no es ni el gran parque de Varsovia, ni Auschwitz, ni el castillo de Cracovia; sino las polacas.
Caminar por las calles y cruzarse con chicas vestidas veraniegamente, con esos cuerpos largos y estilizados, era como estar en una pasarela de modelos.
La vista era el único sentido necesario, era un vaivén de excitación. Miraras donde miraras siempre encontrabas alguna sensual mujer capaz de producirte taquicardia.
Con toda franqueza, si el invierno fuera menos extremo y el polaco un idioma más accesible, ya estaría, ahora mismo, planteándome el traslado a este país.
Por otro lado, es importante puntualizar que no es sólo el exterior de las polacas lo que causa sensación, sino también su personalidad y lo misteriosas que aparentan. Puede resultar difícil de entender o imaginar este último punto, así que lo corroboraré con unos de los sucesos en los que me vi envuelto.
Me encontraba en el autobús Polski para trasladarme de Varsovia a Cracovia.
El trayecto duraba unas cuatro horas y adquirí el pasaje a un precio insignificante. Mi equipaje ya se encontraba en el maletero lateral del autobús y yo me había acomodado en una fila de dos asientos libres. El interior del autobús era como cualquier otro salvo que los dos asientos que tenía delante estaban encarados a mí; en vez de dándome la espalda. Era algo que había visto en trenes, pero nunca en autobuses.
Por suerte o desgracia, nadie se sentó a mi alrededor.
El viaje dio comienzo y como me suele pasar cuando estoy en cualquier tipo de transporte público, empecé a adormecerme. Esta es mi gran arma para afrontar los aburridos viajes que suelo hacer a menudo, de una ciudad a otra, ya sea por trabajo o por satisfacción personal.
En un momento determinado del viaje, sin saber cuántos kilómetros habíamos recorrido, empecé a despertarme, abriendo poco a poco los ojos. Entonces hubo algo que me sorprendió. En los dos asientos encarados a mí, que antes de dormirme estaban vacíos, se podía distinguir una silueta. Se trataba de una joven que, como la gran mayoría de polacas, tenía una cara fina como el cristal, una nariz pequeña y puntiaguda, y un cuerpo largo y delgado. Sin embargo, los dos atributos que oxigenaban su potente fuego eran sus aretes puntiagudos– que tenían forma de lágrimas y se extendían hasta la mitad del cuello – y una falda amarilla que protegía sus piernas.
En resumen, era un ser que transmitía una radiación especial.
De repente me di cuenta que tenía su mirada fija en mí. Yo la había estudiado visualmente de manera rápida y efectiva, pero ella se lo tomaba con calma, me observaba con total concentración. Quizá la fuerza de esa mirada fue lo que me había despertado. Como se suele hacer en estos casos, miré a los lados, observé a través de la ventana por un rato, cerré los ojos intentando aparentar que el sueño me perseguía, pero todo fue en vano. Ella seguía anclada en mí, incomodándome a más no poder.
No entendía la razón, tendría que ser yo quien quedara encantado ante su belleza.
Pasaban los minutos y esos ojos marrones seguían acechándome así que, para tratar de poner punto final al encantamiento, le pregunté si era polaca – en inglés, por supuesto. Sin desviar la mirada asintió con la cabeza un par de veces. Mi intervención no fue suficiente para distraerla; seguía observándome, sin parpadear.
Al final el autobús se detuvo en el centro de un pueblo, sin previo aviso. Fue allí cuando la chica se movió por primera vez, levantándose de su asiento. Al parecer esa era su parada. Entonces lo más sorprendente llegó. En lugar de dirigirse al corredor del autobús para buscar la salida, se abalanzó hacía mí; inclinándose y besándome en la boca. No fue un beso de tocar y separar, sino que lo hizo con mucha pasión.
A pesar de mi sorpresa, me mostré recíproco en cuanto a la pasión que ella ponía en el beso. Y después de unos segundos, habiendo perdido ambos la noción del tiempo, se despegó de mí y bajó del autobús algo apresurada.
Se fue de la misma manera como llegó; en un abrir y cerrar de ojos, sin decir ni una palabra.
Rebozando de felicidad interior aunque también de desconcierto, recoloqué mi cabeza en el asiento y con los ojos cerrados repasé una y otra vez lo sucedido.
No me lo podía creer.
En ese proceso de análisis volví a caer en el sueño y me desperté ya en la inminente llegada a Cracovia. Fue entonces cuando miré a mí alrededor y encontré un detalle desconcertante: las personas que habían iniciado el viaje eran las mismas y posicionadas en los mismos asientos que cuando salimos de Varsovia.
Eso era una posible prueba que el autobús no realizaba paradas a lo largo del trayecto y, por lo tanto, no había flujo de pasajeros.
Mi preocupación era absoluta, nunca había mezclado el sueño con la realidad de esa manera. Todo debía haber sido una alucinación causada por la belleza de las polacas que parecía que me estaba absorbiendo. No tenía sentido que una mujer como la de mi sueño se quedará deslumbrada por mí. Tendría que haber sido al contrario.
Abandoné el autobús con mis respectivas maletas y empecé la búsqueda del hotel Radisson, lugar donde me alojaría. Caminé por las calles de Cracovia durante veinte minutos, con la ayuda de un mapa que me había impreso en casa. El aire fresco me ventiló durante la caminata y me ayudó a olvidar toda la paranoia del autobús.
El hotel estaba situado en el centro de Cracovia, delante de una de las calles principales de la ciudad. Una vez hecho el correspondiente check-in, el botones me acompañó a mi habitación.
La primera cosa que hice, incluso antes de deshacer la maleta, fue acercarme a la ventana para ver las calles desde mi aposento. Las cortinas estaban retiradas y entraba una potente luminosidad. Con un poco de esfuerzo, y poniendo la mano en mi frente para tapar los rayos del sol que dificultaban mi visión, contemplé la calle de enfrente. El tráfico era escaso pero constante. Lo que más circulaban eran taxis y también los típicos autobuses turísticos. No obstante, lo más destacable y lo que más saltaba a la vista era el ir y venir de los turistas. La mayoría se movía a un paso lento, observando los edificios, tomando fotos, mirando los mapas que llevaban en las manos. En resumen, el andar típico de cualquier persona que visita una ciudad por primera vez.
Me quedé un buen rato, moviendo mi cabeza de derecha a izquierda, fijándome en la gente y sus acciones. Siempre me ha gustado sentarme en las terrazas de los cafés y analizar a los que pasan frente a mí. Pero ahora era diferente; me encontraba en el tercer piso contemplando todo desde las alturas, con otras perspectivas, adquiriendo así un aire de superioridad.
Después de observar a todo tipo de personas, mi atención se concentró en un lugar específico de la vereda del otro lado de la carretera. Había una persona que no circulaba, que no se movía. Estaba de pie, quieta, al lado de una tienda de suvenir, pero sin inspeccionar los objetos turísticos de la vitrina.
Focalicé mi mirada en ese punto y descubrí que se trataba de una mujer. Una mujer que tenía la mirada clavada en mi dirección. Una mujer con la falda amarilla y unos aretes que como lágrimas le llegaban hasta la mitad del cuello.