Como suele sucederme, llegué con mucha antelación. Quedaban largos y lentos minutos para que el autobús se situara delante de la parada y yo continuara el viaje.
Hacía un calor asfixiante, el típico en una ciudad mediterránea, acentuado aún más por la humedad. No me apetecía quedarme allí de pie y convertirme en un pollo asado, por lo que entré en una tienda de productos alimenticios que tenía justo al lado.
Me paseé por dentro del establecimiento y realicé un estudio detallado de los productos y seleccioné lo que necesitaba. Cuando lo consideré oportuno fui a la entrada para pagar lo escogido y, de paso, mirar si el autobús había llegado.
Detrás del mostrador de madera, en cuya superficie abundaban golosinas de todos los colores, había una dependienta de mediana edad. Su cabello negro se recogía en una trenza de tres nudos que resbalaba por la parte delantera de su hombro. No estaba maquillada; toda ella era un aroma de simplicidad y franqueza.
No sé usted, pero yo creo vívidamente en la química humana y en el sexto sentido. A veces la expresión corporal de un individuo, sin tener que intercambiar palabras, es suficiente para detectar cómo es. Todos transmitimos una ventisca de sensaciones que permiten que seamos descifrados: saber si somos buenos o fiables, si tenemos algún interés en particular o si nuestras intenciones son malignas.
El espíritu es muy fuerte y si nos pusiéramos legañas de perro en los ojos, veríamos que cada uno de nosotros brilla de un color y con una intensidad diferente.
Esa señora, pues, brillaba de color verde, de humildad y sensatez. Y cuando me situé delante suyo, su mirada penetró en mi, provocándome tanto calor interno que por un momento creí ser una mujer viviendo una intensa noche de pasión.
Mi primera impresión fue creer que esos ojos marrones oscuros eran unos rayos X que me desnudaban y a la vez me analizaban con total profundidad. Es difícil de explicar, pero era como si esa señora poseyera un don. Tenía una fuerza especial que nunca antes había percibido.
Me albergó una sensación de timidez y desconcierto. No lograba entender qué tenía de especial esa mujer ni qué había hecho conmigo.
Entonces, interrumpiendo toda esta cascada de sensaciones, me preguntó, con naturalidad: ¿Así que eres de México?
Esta pregunta fue la muestra de oro que certificaba que había sido estudiado de arriba abajo, como si hubiera rascado todas y cada una de mis capas descubriendo mis miedos, ambiciones y orígenes.
Al mismo tiempo que asentía afirmativamente con la cabeza a su pregunta, le extendí con la mano derecha el dinero exacto para pagar mis compras. Al entregarle las monedas nuestras manos se rozaron y de forma automática el algoritmo quedó interpretado. Fue allí cuando descubrí en qué había consistido su violación espiritual.
Me vino una ráfaga de imágenes provenientes de la parte más subconsciente de mis lóbulos cerebrales. Una secuencia de escenas que no habría revivido si no fuera por ese contacto superfluo.
Cuando me situé delante de mostrador para pagar, la luz verde que la rodeaba, y de la que he hablado antes, había ido ganando intensidad hasta quedar despojada de esa cascara, pero conservando la misma silueta. Consistía en una brillantez verde de la que se identificaban perfectamente las extremidades y la silueta de la cabeza.
La luz, flotando por el aire y sin perder sus formas, le dio la vuelta al mostrador y se acercó a mí. Entonces, de repente, empecé a notar una vibración muy fuerte que fue disminuyendo a medida que me dejaba guiar, por esa luz color lechuga, hasta el exterior de la tienda. Allí nos aposentamos en un banco. No hablábamos, sólo conversábamos a través del contacto y el rocé. Era como si telepáticamente pudiera contestar a sus preguntas.
En un momento dado me giré para mirar en dirección la tienda y vi nuestros cuerpos, quietos y muertos, en el mostrador. Se habían quedado congelados en una posición concreta. Eran como dos marionetas a la que se les habían cortado los hilos directrices. En cierta forma les faltaba el combustible para seguir moviéndose.
Ignoro cuanto tiempo permanecimos en el banco porque perdí toda noción del tiempo. Todo finalizó cuando volvimos a entrar a la tienda y también a nuestros respectivos cuerpos.