La mano de Montparnasse

LA MANO DE MONTPARNASSE

Llevo un par de años viviendo en el barrio de Montparnasse y muchas tardes, cuando necesito romper con el estrés de la vida diaria o introducirme en mis pensamientos, me dedico a pasear por el gran cementerio cuyo nombre es homólogo al distrito.  

 Hay quien piensa que caminar por un cementerio transmite desolación, malas vibras y cierta intranquilidad, sin embargo yo encuentro que es un sitio idóneo para reflexionar entre el silencio de los muertos y los murmuros de los visitantes.  Es un punto en donde la muerte y la vida se cruzan, al menos de forma simbólica.  

Me gusta caminar por entre majestuosos y curiosos mausoleos, y sentarme en algún banco para contemplar el ondular de la bandera del país, erguida en el centro del cementerio, que transmite fuerza y poder.  

Siempre me llama la atención como las personas vivas siguen cuidando regularmente, aún y el pasar de los años, las tumbas de sus arraigados familiares. ¿Es realmente bueno seguir con el vínculo una vez la muerte te separa? ¿No sería mejor olvidar lo que muerto está, al menos de manera física?  

Si por alguna razón, cuando llegue la hora, me quedo viudo, no creo que vaya a visitar a mi mujer al cementerio de manera disciplinada como otros hacen. Puedes ir un día puntual porque necesitas recordar a esa persona, pero pienso que no es saludable limitar tu vida por los que ya no están aquí. Soy de los que opina que el recuerdo de la persona muerta se queda en tu mente por lo que has hecho con él o ella en los momentos de vida, a diferencia de los que prefieren cambiar la imagen humana por una piedra con el nombre esculpido.  

Visité y caminé por el cementerio en numerosas ocasiones hasta que me di cuenta que siempre que iba entre las seis y la siete de la tarde,  me cruzaba con una señora mayor de pelo blanco. La anciana solía caminar de un lado a otro cargando regaderas o frecuentemente se arrodillaba ante una lápida de mármol negro.  

Un día se pasó arrodillada delante de esa tumba durante más tiempo del frecuente e incluso, por la posición de su cabeza, parecía que lloraba. Estuve a punto de acercarme para abrazarla y acompañarla, pero finalmente me decanté por no hacerlo. No obstante, ese día me interesó saber, por primera vez, quién era el difunto al que visitaba. ¿Sería su hijo? ¿Su marido?  

 Cuando se fue me acerqué a la lápida para averiguarlo. El nombre tallado en ella – Pierre Gournut – no sirvió de mucho, pero sí los años de vida – 1926-2003 –. Probablemente, con alta seguridad, se trataba de su marido.  


Pobre mujer. ¿Qué tipo de vida llevaría? Ojalá fuera sólo esa única hora en que estaba en el cementerio, pero el comprar y llevar flores cada día era una fuerte inversión de tiempo y de dinero. Eso demostraba que vivía condicionada a su marido muerto.  

El hecho de visitarlo lo había inculcado a su método de vida, cómo quien come y duerme, día tras día, como si fuera un acto sagrado. No lo podía asegurar, pero es probable que en su casa siguiera, todo el tiempo, pensando y recordando a su querido Pierre, ahí sentada, en una tumbona, frente a la chimenea.  

Yo me preguntaba si era feliz o si vivía atormentada por la soledad, decantándome por la segunda opción debido a sus movimientos y a su caminar, siempre lenta y cabizbaja.  

La pasión e interés que ponía en cada uno de sus gestos mostraban que creía que él presenciaba sus visitas. Si no fuera así, después de una década no seguiría haciendo lo mismo religiosamente cada día.  

Lo problemático de la situación es que también empezó a influenciarme a mí. Antes de fijarme en la existencia de esta señora, no tenía un horario concreto ni un número de visitas semanales al cementerio; iba cuando mi conciencia necesitaba cavilar. Sin embargo, más adelante, una vez fui consciente de la existencia de la anciana, intentaba ir durante el mismo lapso que ella. La razón es que si un día iba en horarios en que ella no estaba, sentía que a mi excursión le faltaba algo, no acababa de sentirme satisfecho ni cómodo. 

Llegó el punto en que mis visitas al cementerio se incrementaron considerablemente, incluso hasta cuando no necesitaba airearme. La razón es que extrañaba, en cierto modo, a la viejita y todos sus mecánicos procedimientos. 

Era tanta la familiaridad que si un día yo no iba, a las 18:00 empezaba a pensar en la señora de pelo blanco y en todo lo que hacía. Entonces me quedaba la duda de si ella también se habría ausentado esa tarde, viéndome obligado a volver lo antes posible. 

Fueron tantas las veces en que coincidimos que tenía memorizadas todas las fases de su recorrido. Incluso era consciente de hasta los más ínfimos detalles, por ejemplo, que al llegar y al irse introducía su mano en el espacio rectangular de tierra de la tumba. Es decir, aquella área donde, a dos metros de profundidad, se encuentra enterrado el muerto. 
 
Este detalle no fue fácil de percatar; me di cuenta gracias a un día en que todo estaba húmedo y encharcado por culpa de abundantes lluvias. La señora se limpió la mano enlodada, permitiéndome descubrir así el curioso ritual. ¿Por qué lo hacía? Algunos jugadores de futbol tocan el césped con los dedos antes de salir al campo. A lo mejor ella lo hacía en otra versión.

Como en muchas cosas en la vida, la abundancia sacia. La viejita pasó a ser parte del cementerio y debido a que estaba más que habituado a sus costumbres, toda ella y sus acciones me dejaron de interesar. 

Mis visitas fueron cada vez más irregulares hasta que finalmente me ausenté por un largo periodo de tiempo. Se podría decir que le perdí el gusto a pasear por allí. 
No obstante, un día puntual me apeteció recordar mis paseos por el cementerio de Monparnasse. Así que me dirigí hacia ahí por eso de las cinco de la tarde. Después de deambular durante una hora y escasos minutos, decidí irme. Entonces me fijé en que ya eran las seis pasadas y mi querida viejita aún no había llegado. Siempre había sido muy puntual; a las 18:05 solía estar llenando las regaderas con agua de los grifos. Permanecí uno rato más, esperando su llegada, pero pasaron los minutos y siguió sin aparecer. ¿Era la primera vez que se ausentaba en trece años?

No me lo podía creer. 

Cuando finalmente decidí marcharme, me acordé del ritual de sumergir su mano en la tierra. De este modo, lleno de curiosidad, me acerqué a la tumba de su hipotético marido y vi que las flores estaban relativamente frescas, lo que aumentaba la intriga de saber que le había pasado a la señora ese día. 

Me agaché, me posicioné en cuclillas, analicé la tierra e introduje la mano como quien la mete en el agua para saber la temperatura. Sin embargo, no fue ni frío ni caliente lo que noté, sino una mano arrugada y escamosa agarrándome los dedos firmemente, pero sin estirar. Saqué mi extremidad reflexivamente y me levanté como un resorte. ¿Qué era eso? Seguramente era la razón por la cual la señora había estado yendo al cementerio día sí y día también, durante trece largos años.
 


Aquest conte el vaig escrite assegut al costat de Guy de Maupassant:
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