Entrar a una estación de trenes de la India es como aterrizar en otro planeta. En este ecosistema te topas con todo tipo de castas sociales y ves cosas muy raras, desde personas paseando por las vías de tren hasta niños haciendo sus necesidades en los rincones. Además nunca se repiten las circunstancias. De hecho, la diversidad es la característica principal de estas terminales que, sin excepciones, te proporcionan escenas difíciles de imaginar e inolvidables.
En la plataforma número cuatro de una estación de Delhi estaba yo, un jovencito europeo esperando el tren a Veranasi. Era examinado y observado por todos los locales. Sentada a mi derecha, en el suelo, había una familia compuesta por padre, madre e hijo. Me miraban como si fuera un ser deforme, de ropas raras y cargando un artefacto enorme; mi mochila. Y en el momento en que me giré de repente para ver si tramaban algo, atrapé al hombre señalando los vellos de mi pierna con el dedo índice, al mismo tiempo que se reía. No quiero saber qué era lo que tanta gracia le hacía.
A mi izquierda había un grupo de niños y jóvenes que quizá viajaban de manera conjunta. A cada rato alguno de ellos se aproximaba y me hacía una pregunta, retornando a su clan para poner en común lo que yo había dicho. Esta situación se repitió numerosas veces hasta que fueron capaces de condensar todas mis respuestas en una historia: Se llama Tom, es de Bulgaria, tiene treinta y dos años y su propósito es buscar oro en las montañas del Himalaya.
Desde pequeño se me enseñó a no hablar con desconocidos ni revelar mi verdadera identidad.
Por esta razón había manipulado un poco mis datos personales. No es que la India sea un sitio donde tu integridad física esté en peligro, pero tienes que estar atento con quién hablas, de qué y por qué. Alguna gente en este país siempre quiere o busca algo a cambio y eso dificulta la interacción.
Mi estado emocional era el de intranquilidad total. Siempre que había viajado en tren por la India lo había hecho en las clases AC2 o AC3. La peculiaridad de estos vagones es que tienen aire acondicionado y, al ser más caros, es dónde viajan los indios de un nivel adquisitivo mayor. No obstante, debido a que los tickets estaban agotados me vi obligado a viajar, por primera vez, en Sleeper Class, una clase sin aire acondicionado y con gente bastante pobre.
Me preocupaba con qué tipo de personas viajaría y en qué condiciones. No soy para nada clasista, pero una verdad que nadie puede refutar es que en la India la gente humilde no habla inglés, no cuida su higiene y su comportamiento es, en algunas ocasiones, algo extraño.
Mientras esperaba distinguí que el vagón que tenía en frente, de un tren que aún no era el mío, era un famoso Sleeper Class. Lo analicé para ver si mis temores se aliviaban. Para mi felicidad presentaba la misma estructura que el AC2: una litera situada a la derecha y a la izquierda del compartimento, y una tercera al otro lado del estrecho corredor. Eso fue algo tranquilizador. Sin embargo, la gran diferencia respecto a los vagones AC2, aparte del aire acondicionado, era la densidad de gente. Si cada compartimiento tiene seis camas para seis personas, en el Sleeper Class el número de individuos de multiplicaba al menos por dos. Por ejemplo, en un compartimento de ese vagón había catorce seres humanos: se acomodaban dos o tres personas por cama y otros más se sentaban en el suelo, recostados en las maletas.
Empecé a ponerme nervioso y a maldecir la decisión de no haber viajado en autobús. Si fuera un viaje de un par de horas no me importaría compartir la litera con muchas personas, pero al tratarse de un trayecto largo, mi intención era dormir. Recostado en una cama con gente desconocida, en posiciones incómodas, y pendiente de que nadie se llevara mis cosas, no podría alcanzar un sueño profundo.
Acabé optando por no adelantarme a los hechos. Organizaría y me preocuparía en el momento de la verdad, justo cuando viera el panorama real delante de mis ojos. Quién sabe, a lo mejor los trenes para viajes extensos eran diferentes.
Mi subconsciente me sentó en un restaurante llamado Cluster, situado en la azotea de un hotel frecuentado por indios ricos. Todos vestían elegantes prendas de seda. Yo era el ser atípico, el único con ropa veraniega e informal: shorts, camiseta y mi inseparable mochila. Pedí un Panner Tikka Kali Mirch. No tenía la menor idea de lo que era, pero sonaba a muy hindú. Para agilizar el tiempo de espera, me puse a observar la pecera: lo peces jugaban, nadaban de un lado a otro y, como había leído en un artículo, olvidaban todo al cabo de un par de segundos. Eso sí era vivir sin preocupaciones.
Todo evolucionaba con placidez; disfrutaba de la espera, algo que siempre es difícil y más estando solo.
Con la comida ya en la mesa, saboreé cada bocado como si fuera un manjar. Intentaba adivinar la oleada de sabores y especies que contenía. Las salsas, como si fueran colores, se mezclaban en la paleta obteniendo tonalidades de lo más curiosas.
Todo circulaba sobre ruedas. Incluso empezó a sonar de fondo música hindú, ni muy fuerte ni muy suave, justo como a mí me gusta. Le daba un toque de autenticidad al sitio.
Al cabo de un rato, sin previa llamada, el desarrollo de mi sueño se vio invertido y la armonía desapareció. Las conversaciones de los clientes se transformaron en masticadas ruidosas y desagradables. Y para complementarlo, la amabilidad servicial de los camareros se substituyó por escenas algo agresivas y contrarías al principio de que el cliente siempre tiene la razón.
La inconsciente esperanza de retomar las buenas vibras se esfumó al observar otra vez la pecera.
Los peces se movían ahora histéricos de un lado a otro. Esos animales de colores se habían convertido en miles puntos negros, al menos ese era el efecto visual.
Mi cuerpo se estremeció y me invadió esa sensación que todos hemos experimentado de querer despertarte y no poder.
De repente, esos miles de puntos negros lanzaron la tapa de la pecera por los aires y empezaron a volar por la sala, ahora convertidos en un enjambre de mosquitos. Fue una doble transformación, de peces a puntos, y de puntos a insectos.
Dejé de tener en cuenta a los clientes y sus respectivas reacciones; sólo focalizaba la atención en el movimiento del enjambre por el restaurante; chocaban contra las paredes sin rumbo alguno. En ocasiones algún mosquito atrevido se escapaba del grupo y venía a saludarme. A veces me picaba en el brazo, otras en el cuello, pero en la mayoría de los casos se dirigían a mi pierna derecha. Por alguna razón les gustaba más esa extremidad.
La situación se volvió más angustiosa cuando las picadas empezaron a ser numerosas y dolorosas. Cada vez más mosquitos se posicionaban en la parte superior de mi tobillo. Mordían y chupaban la máxima cantidad de sangre que podían. La mancha oscura cada vez fue ocupando más superficie y la pesadilla se fue intensificando. Al final el dolor acabo llegando a un límite muy por encima de mi umbral de resistencia y fue justo en ese momento cuando me desperté.
En primera instancia adquirí un estado de incertidumbre, quería recuperar el sentido de la realidad. Mi misión era convencerme de que todo había sido un sueño y, por lo tanto, no tenía trascendencia en mi vida diaria.
En vez de llegar a esa lucidez mental, fue un cierto aire de duda lo que me invadió. Si de verdad me había despertado de la pesadilla y estaba en el mundo de no-fantasía, entonces por qué seguía sintiendo en la pierna derecha, en el mismo lugar que en el sueño, ese constante cosquilleo doloroso y desagradable causado por las picadas de los mosquitos.
Para alcanzar un campo visual más amplio y llegar a contemplarme la pierna, incliné la cavidad corporal hacía delante – recordemos que estaba estirado a lo ancho de la cama y no a lo largo.
El horror, el pánico y el miedo me devoraron.
El hombre de la litera inferior, ese señor con pinturas raras en la frente, estaba sentado en el borde de su cama y, con la dentadura sucia y malgastada, mordía mi pierna con suavidad y concentración. Incluso pareció no importarle cuando vio que lo miraba, él continuó con su faena.
No entendía lo que estaba sucediendo. La estupefacción fue máxima. La pierna me sangraba y las gotas rojas resbalaban por mi piel y caían al suelo.
No era une herida profunda, sólo se había dedicado a roer y a comer la piel.
Una vez superada la parálisis temporal, subí con violencia las piernas a la cama y empecé a gritar HELP, HELP, HELP. Hasta el conductor del tren me debió escuchar. Toda la gente del vagón se despertó y vino a mi compartimiento. Intenté explicar de numerosas maneras lo sucedido, pero mi nerviosismo dificultaba la tarea.
El caníbal parecía sorprendido por mi reacción. Me contemplaba y de reojo observaba la herida; quería acabar lo que había empezado.
Cuando los viajantes comprendieron la causa del alboroto agarraron al monstruo por los brazos y se lo llevaron, a la fuerza, del vagón. En la siguiente estación lo echaron del tren.
Yo, la víctima, no volví a moverme de la cama hasta que llegamos a Veranasi. Permanecí tres horas encogido contra la pared, con los ojos bien abiertos y asegurándome que mis piernas no colgaran fuera de la litera.
La gente no me presentó ningún tipo de ayuda médica ni sentimental. Fui yo el que tuve que desinfectarme la herida con cremas que tenía en la mochila pequeña.
Cuando recuerdo mi viaje por la India, el trayecto de Delhi a Veranasi es lo primero que me viene a la mente. El incidente del tren fue lo más impactante, tanto a nivel emocional cómo físico. Lo peor de todo es que la naturalidad con que se comportó la gente después de ese suceso, me da a entender que es algo común o al menos es una escena que ya habían visto en otras ocasiones. De este modo, el consejo para todos los turistas que se aventuren a la India es que viajen en las clases AC2 o AC3; no para evitar que las maletas sean robadas, no para tener una cama para ellos solos, sino para mantenerte alejado de esos hindús que se comen la piel blanca de los turistas.