EL POZO DE LAS RECRIMINACIONES
I
No puedo creer que lo haya hecho. El arrepentimiento me persigue durante el día en forma de recuerdo y al anochecer se transforma en pesadilla. De los muchos errores que podría haber cometido, éste es el único imperdonable.
Dicen que ciertos actos no los ejecutaríamos si supiéramos de antemano el dolor que causan a la persona afectada, pero esta excusa no me sirve; yo había sufrido este tipo de traición, lo había vivido en mi piel, en mi sufrimiento, en mi humillación y también en mi odio; y al parecer fue insuficiente. Mi grado de egoísmo fue mayor al de empatía, y eso desembocó en una situación que no dejo de recriminarme cada minuto y cada segundo que pasa.
Además hay una fuerza exterior que me persigue. Por ejemplo, acudo a una casa de té para leer y distraerme, y el capítulo del libro trata de adulterios. Voy al cine para pasar desapercibido en medio de la oscuridad de la sala y, cuando no hay escenas de amantes que se encuentran en hoteles, la trama de la película es de valores como la lealtad y la protección conyugal. No hay forma humana de poder dispersar mis pensamientos, de centrarme en otros temas o de encontrar preocupaciones mayores que hagan olvidarme de lo sucedido. Mi madre enfermó, la ingresaron en el hospital dos días, y ahí estaba yo, al lado de su cama, cogiéndole la mano, mirándola y pensando en aquella noche; en lo que hice, en lo bastardo, débil y cretino que fui.
En un libro que leí y que me impresionó mucho –no recuerdo cual era, quizás un cuento de Murakami– se hablaba de una sustancia extraterrestre que se depositaba en el cráneo de ciertas personas, concretamente en el lóbulo frontal, y les hacía revivir el propio infierno. Les creaba un dolor físico no muy fuerte, pero permanente, que equivaldría a la molestia de ponerte una pinza de ropa en la piel. El mayor problema, era, sin embargo, que todos los pensamientos se centraban en esa parte. No podías dispersar tus reflexiones. Todo lo que pasaba por tu cerebro se conglomeraba allí; como si las neuronas se hubieran desplazado a ese lugar.
Los afectados en el cuento soportaban los primeros días, pero los síntomas iban de mal a peor hasta que el dolor psíquico ofuscaba completamente el físico. Al final, el grado de desesperación era tal, que estas personas acababan cogiendo un cuchillo, un destornillador, es decir, algo puntiagudo que tuvieran a mano, y empezaban a perforarse la frente. Todo con el propósito de llegar al núcleo y extraer ese sufrimiento; encontrar esa bolsa de desdichas. Y a medida que se agujeraban la piel y comenzaban a tocar el cráneo seguían, no se detenían, lo que es una clara demostración del grado de dolor mental que padecían.
Yo no he llegado a este punto. Y no creo que lo alcance –han pasado tres semanas desde entonces y mi cubertería sigue limpia de sangre y mi caja de herramientas en su lugar–. No obstante, ahora entiendo a esos personajes del cuento. No puedo desconectar. Siento que tengo algo tangible y al mismo tiempo virtual en mi interior, entre la frente y el cerebro, sin moverse. Una preocupación permanente. La única manera de recuperar la normalidad es extraer esa pelota verde y grasosa que creo poseer, y que va creciendo, porque cada vez el grado de desesperación es mayor. Pasan los días y la sensación es la de aproximarme al momento causante de todo, a la fuente de la paranoia. El tiempo avanza hacia delante, pero yo, en alma y pensamiento, voy hacía atrás, en contra de mi voluntad. Soy como un objeto en la orilla del mar que quiere adentrarse en el océano, avanzar, pero la tracción de las olas me lleva al punto de inicio, a aquella noche.
II
Se trata de una cena informal en un piso bastante amplio y repleto de gente. Debe haber unas doce o quince personas. No conozco casi a nadie por lo que me encuentro en una fase de adaptación y de palpar el ambiente; buscando descubrir quién es fiable y quién miserable.
A la derecha tengo un camarero de restaurantes de alto nivel que me habla de los clientes selectos a los que ha servido. Se considera un gourmet y un especialista en vinos, por lo que intercambiamos opiniones sobre los mejores maridajes de la ciudad. A mi izquierda tengo un abogado que trabaja en esos bufetes que te explotan haciéndote quedar hasta las doce de la noche y en los que no distingues un domingo de un martes. Intenta mostrarme su nivel de cultura nombrando escritores franceses y el objetivo de sus obras. No tardo en cortar la conversación porque no me gustan este tipo de individuos que todo lo que hacen es sólo para demostrar y no para disfrutar.
Al final resulta ser una velada un tanto aburrida porque no se ha conseguido crear un grupo unísono. La gente está dispersa en pequeños grupos, como si no se atrevieran a relacionarse entre ellos. En el momento del café, cuando ya estoy planeando mi escapada, suena el timbre. Se levanta el anfitrión y al cabo de un rato regresa acompañado de una pareja. El chico lleva una camisa ajustada, una barba densa y allí por donde pasa deja durante unos segundos un aroma a perfume. Aunque sea de buen ver, es un vulgar en comparación con la chica… Guapa y atractiva, sí. Que viste bien, sí. Pero lo que realmente capta mi atención es su expresión corporal y facial; su gesticulación y esa sonrisa creándole un par de simpáticos hoyuelos en las mejillas. Y sobretodo, esos ojos de los que saltan chispas como en los dibujos animados. En resumen, un ser lleno de energía y espontaneidad que va transmitiendo una fragancia natural de buenas vibras.
Ambos se acomodan en una esquina de la mesa, cogiendo dos sillas de la cocina, e intentan incluirse al grupo. Los estudio con el rabillo del ojo desde la lejanía: qué hacen, cómo actúan y con quién hablan. Me llama la atención la distancia con la que se tratan entre ellos; quizás no son pareja y simplemente han llegado juntos. La sospecha se acaba confirmando cuando, con el paso de los minutos, en plena fase de copas, se separan y cada uno entra en contacto con otros asistentes. A partir de entonces la chica adquiere un aire de coqueteo, al menos esa es mi impresión; se le nota más abierta, sin barreras, aunque siempre moviéndose con cautela.
Al poco rato coincido con ella y empezamos a charlar. No tardo en descifrar su personalidad y en descubrir que se trata de la persona más interesante de la sala. Vive en la realidad, sabiendo qué quiere y qué puede obtener de este mundo. Y sobre todo, lo que debe hacer para conseguir sus objetivos. Conectamos muy bien y pasamos el resto de la noche conversando.
Hay algo en su manera de ser que me atrapa y que no he experimentado en las chicas que he conocido últimamente: la franqueza. No tiene intenciones ocultas. No es una gata muerta; de esas mujeres que empiezan manoseándote con cariño, haciéndose las buenas y simpáticas, y cuando ya les has entregado tu confianza, porque crees que son de fiar, sus manotazos se incrementan de intensidad. Y cuando te das cuentas, te tienen incrustado en la pared mientras con sus garras te estrujan la cabeza.
Es justamente notar la falta de peligro lo que me aprisionó de ella. Saber que no te juegas nada. Tener la seguridad que al cabo de unos días o unos meses no estarás en el cielo observando cómo te lleva de un sitio a otro, cogiéndote con la boca por la nuca, como un trofeo, como una víctima más de sus imparables engaños.
III
No se lo he contado a mis amigos. No se lo he contado a mis vecinos. No se lo he contado absolutamente a nadie. Lo que sucedió aquella noche se alberga clausurado en mi interior y quizás esto, el no haberlo compartido, hace que el dolor sea insoportable, a punto de desembocar en paranoia.
Del mismo modo que una Noche Fantástica, mi vida, la manera de interpretarla, ha cambiado debido a la interacción con una mujer. La diferencia es que no ha evolucionado a bien, sino a mal. No he conseguido abrir la ventana que muestra el horizonte alegre de la vida y el saber interaccionar con tu alrededor. Todo lo contrario. En mi caso he descubierto que más vale cerrar la ventana para centrarme en mi mismo, porque tengo mucho que mejorar.
Desde entonces me he restringido socialmente. Me he alejado de mis amigos e incluso alguno se ha presentado en casa pensando que me sucedía algo. Mi familia también ha notado un cambio, sobretodo mis padres. Mis visitas bisemanales se han reducido y espaciado. El hecho es que me enferma estar con ellos y notar ese cariño, esa admiración que me tienen. Pensando mira que hemos construido juntos, mira nuestro fruto, cuando en realidad no saben que lo que han engendrado es un miserable monstruo. Así que no gozo visitarlos porque siento que los engaño; no saben la verdad de lo que tienen delante. Es más, me siento culpable porque han desaprovechado todo el dinero y tiempo invertido en mí. Tantas enseñanzas y tanta educación no han servido para nada, y no porque éstas hayan sido deficientes, sino porque el motor del coche ya venía defectuoso de fábrica.
Hasta esa noche yo siempre había actuado como si me conociera, pero en cambio, veo que soy un desconocido incluso para mí mismo. Paso horas preguntándome por qué hasta ahora no me había percatado de mis defectos. Tienen que haberse dado señales en otras situaciones del pasado. Circunstancias en las que se mostró, aunque sea mínimamente, la personalidad más oscura y egoísta que tengo, y mi falta de fuerza interior para vencerla.
Trato de analizar decisiones de antaño que expliquen mi actuación de ese día. La ofuscación es tanta que cualquier decisión del pasado me lleva a querer interpretarla de una forma en concreto para obtener pistas y encontrar la solución. Me detengo en escenas como la de estar en el instituto y no querer ofrecerle el sobre restante de kétchup a la persona de mi lado. Empiezo a formular hipótesis y a buscar similitudes que no las hay, pero que acabo inventando. La mente es muy poderosa.
En el fondo, soy consciente que si hubiera tenido sospechas, podría haberle puesto solución a tiempo, evitando todo lo que sucedió en aquella velada.
En resumen, he pasado de reprochar lo que hice a culpabilizarme a mi mismo y a mi propia personalidad. Todo lo ocurrido fue únicamente por culpa de mi manera de ser. Una forma de ser que desconocía. Y esto eleva la complejidad de mis análisis y reflexiones a niveles peligrosos porque examinar sentimientos siempre ha sido más delicado que analizar acciones. En parte, cuando empiezas a recriminar tu propia manera de ser, ya no hay cuchillos, destornilladores o martillos que valgan la pena, la única fuente de liberación se convierte en un balcón o una pistola.
IV
Cómo es el destino que un día normal, iniciado como cualquier otro, acaba teniendo un final inesperado y que te condiciona para el resto de tu existencia.
Me he levantado a la hora de siempre. He desayunado mi yogurt con cereales en las exactas cantidades de cada día. Me he puesto el traje y me he ajustado la corbata como lo suelo hacer cada mañana. Me he dirigido al trabajo con el estado de ánimo de siempre. He empezado a realizar tareas con la tranquilidad y la eficacia que me caracterizan. Incluso he comido en el comedor de la empresa a la idéntica hora y con los mismos compañeros.
La jornada evolucionaba de la misma manera que cualquier otra hasta que a media tarde vibró el móvil, dentro de mi bolsillo, anunciando un mensaje. Esto es lo que provocó el punto de inflexión, el punto de no retorno. Una proposición para ir a tomar algo. La excusa para continuar con las interesantes conversaciones de la noche de la fiesta. Una propuesta que debía tener, al menos para mi, el mismo significado que ir a tomar una cerveza con un amigo después del trabajo.
Nos encontramos en la equina de Casanova con Provença y desde la lejanía divisé como un joven pasaba a su lado quedándose casi obstruido con una tortícolis de por vida debido al giro de cuello.
La llevé a una acogedora vermuteria que de hecho es mi preferida. Como comentamos después, lo que marca la diferencia competitiva entre los restaurantes y bares es la luminosidad y el diseño interior. En este caso los ladrillos y el hormigón a la vista. Las botellas de alcohol proyectadas en una estantería. Sillas en la barra y en las mesas. Mesas sin sillas y con sillas. Sillas sin mesas y con mesas.
No nos costó mucho calentar motores y seguir conversando con el mismo ritmo que la última y única vez: intercambiado opiniones y perspectivas sobre temas varios, algunos triviales y algunos serios. Hablando. Comiendo una croqueta y bebiendo un sorbo. Revelando proyectos y confesando errores. Yendo al baño. Tomando y continuar picando. Así pasaron los minutos suficientes para quedarnos saciados de comida y con un toque de felicidad.
Al salir, por ahí de las once, el cielo estaba oscurecido. Nos encaminamos hacía a la estación de tren, recorriendo diversas cuadras por la calle Provença, hasta llegar a Passeig de Gràcia. En todo momento hemos mantenido la misma naturalidad, y lo gracioso es habernos dirigido a la estación sin hablarlo, interpretando ambos que ese era el destino predilecto.
Una vez alcanzado ese punto, yo, olvidándome de todo, me planté delante de La Pedrera para observar su resplandeciente belleza mientras le iba explicando por qué me gusta tanto. La iluminación de amarillo neutro que contrasta con esas enredaderas de hierro forjado que trepan por los balcones. Sus árboles con deliciosos frutos de colores que hacen la función de chimeneas. Y sobretodo el relieve de su fachada que recuerda el viento chocando contra el mar.
Ella, en lugar de posicionarse a mi lado y contemplar la obra maestra de Gaudí, se situó delante mío. Y al bajar la mirada para ver qué es lo que quería, se me lanzó encima y me besó.
V
El primer reproche que me hago es mi inocencia. Una inocencia maligna porque se hace la tonta, pero en el fondo sabe lo que pasa. Una inocencia que es muy astuta. Y este es uno de los puntos que me recrimino a más no poder porque es lo que permitió seguir avanzando hasta llegar al barranco. Si de un inicio hubiera reenfocado mi posición, ahora no tendría arrepentimientos.
No me inculpo tanto por la acción final porque, en parte, era inevitable. En cambio, el punto crítico son todas y cada una de esas etapas previas, que fueron forjando el inequívoco desenlace.
Detener los problemas en un su inicio es muy fácil porque son sólo un mero conflicto. Pero si ya desde el principio no consigues pararlo, si no dispones de la fuerza requerida, entonces la avalancha prosigue.
Mira que hay que ser estúpido para no darse cuenta de sus intenciones. Estaba más claro que el agua lo que ella andaba buscando. Incluso analizándolo ahora, había frases o gestos que no podían dejar una evidencia más obvia. Pero fue allí cuando salió mi cobardía, para no parar la escalada, y mi malignidad, para incluso fomentarla.
Si yo desde el primer momento no hubiera hablado con ella en esa fiesta, todo se habría acabado. Si yo no hubiera contestado su mensaje, o me hubiera inventado alguna excusa, no se habría continuado. Si yo durante el picoteo le hubiera confesado tener una relación sentimental, quizás se habría frenado. Pero como mi especialidad es la de continuar y no parar las adversidades, al final todo se ha terminado. Pero no es el problema el que se ha acabado, sino el resto de mi existencia digna y respetable.
Desde muy joven tengo la teoría que los momentos críticos son los que desvisten el lado más real de nuestra persona. Y con la misma regla, ahora, visto lo visto, me percato que soy un sinvergüenza que no se merece otro perdón que arder en el infierno al lado de los más grandes hijos de puta que han pisado la Tierra.
Siempre me había considerado una persona con valores, con una idea clara de lo correcto y de lo incorrecto. Y cuando alguien cercano cometía alguna sinvergüencería, yo era el primero en criticarlo y penalizarlo, cuestionando incluso la continuidad de nuestra amistad. Si alguien de mi círculo hubiera actuado como yo actué en aquella velada, mi posición hubiera sido clara y sincera. Le hubiera dicho que era un miserable, una persona que no tenía en consideración conceptos como el respeto mutuo y posiblemente hubiera cortado todo contacto con él o con ella. Y esto incrementa aún más mi indignación. No tan sólo hice algo que estuvo fatal, que ya era suficiente signo de recriminación, sino que encima desarrollé algo que siempre había criticado, y eso incrementaba aún más el volumen de mi inmoralidad.
En sentido figurado, mi grado de culpabilidad no sólo se focaliza en el puñetazo que le di a la ventana y que provocó la rotura del cristal y los cortes en mi mano –hecho que de por si es deplorable y con unas consecuencias irreversibles-. Además se trata de un acto que atentó contra la integridad de un objeto que no era ajeno a mi, es decir, consistía en un vitral al que le tenía aprecio y admiración –o al menos así me quería engañar-. Y todavía la acción se convierte en más terrible si resulta que soy de esas personas que siempre habían criticado con dureza los vandalismos, como destruir las obras de arte y las propiedades públicas, por puro divertimiento. En resumen, me he convertido en lo que odiaba.
Como solía decir Tolstoi: me molesta el ruido de las ráfagas de viento, pero este incordio se convierte en un odio incalculable cuando arrancan los laureles de mi jardín.
VI
Ella nota inmediatamente que mi cuerpo se tensa, adquiriendo una posición rígida. Se detiene, despega sus labios y me mira extrañada, como si no entendiera lo que sucede. Las únicas palabras que consiguen escapar por mi boca son lo siento, no puedo. Y sin mirarla, ni decirle nada más, cruzo el paseo y me siento en un banco de piedra modernista, al otro lado de la calle. Me sigue en silencio y se sitúa junto a mi. Pasamos un largo rato uno al lado del otro, sin hablar, hasta que ella rompe el hielo. Confiesa que desde el primer momento sintió una química especial y se disculpa por haber actuado así. Yo no consigo articular palabras, simplemente le digo que la culpa es mía por no haberle contado que tenía pareja.
Avergonzada e incómoda, se levanta y se dirige a la estación, justificando que perderá el próximo tren. Yo me limito a asentir con la cabeza.
Permanezco sentado en el banco, sin saber cuánto tiempo. Sólo me dedico a imaginarme qué podía haber sucedido. Tendría que haberla abrazado en el momento en que me besó y alargar de ese modo la unión bucal. Mostrarle con un apretón de brazos que no gozaba despegarme de ella y que el sentimiento era recíproco. Entonces la hubiera invitado a ir a mi apartamento a tomar algo. Durante el camino no hubiéramos expresado más señales de aprecio mutuo, pero ya en casa, con la copa repleta de vino, nos hubiéramos sentado en el sofá, uno al lado del otro, tomando y saboreando la victoria que se aproximaba. Alargando esta sensación al máximo hasta que uno de los dos diera el paso y continuáramos, ahora en la intimidad, lo iniciado e interrumpido.
Esta serie de imágenes causan en mi una gran excitación a pesar de encontrarme en un banco de piedra con el viento frio de la noche erosionándome. Es como si realmente reviviera cada situación. Desde la blusa y el sujetador que le quito en el mismo sofá. Las caricias que doy a sus muslos y a sus glúteos. Hasta las bragas que deslizo con cuidado ya en mi recámara.
Cada posición, cada caricia las reproduzco como reales, como si de verdad las estuviera ejecutando. Puedo incluso contemplar la sensualidad de su cuerpo y sentirlo encima mío y acariciarlo. Ver sus gestos de placer y escuchar sus susurros.
La proximidad de estas imágenes es tan alta, es decir, he estado tan cerca de llevarlas a cabo, que ahora mi desesperación crece de forma exponencial. La incomodidad conmigo mismo cada vez es mayor por haber frenado, sin querer, algo que inconscientemente ansiaba.
Continúo analizando qué debería haber hecho diferente para no alterar la evolución del destino. ¿Tendría que haber reducido mi sorpresa inicial para evitar el agarrotamiento de mis músculos y que ella se extrañara?. ¿Hubiera estado bien evitar que esas primeras palabras surgieran de mi boca?. Incluso una vez sentados los dos en el banco, uno al lado del otro, ¿podría haber rectificado, no haberle dado clarificaciones, y devolver lo que ella había intentado darme?
Obrando de esa manera, en cualquier de estos puntos citados, todo lo que me estoy imaginando aquí en el frío de la noche, su calor, su piel y su serenidad, se hubieran convertido en realidad.
VII
Esos veinte, cuarenta o ciento veinte minutos que permanecí en el banco de piedra, al otro lado de la Pedrera, es la lapso de tiempo que más ruin he sido en mi vida. Allí se revolvieron en mi cabeza los pensamientos más malditos que he tenido jamás y que son los causantes de mi presente desesperación.
¿Hay algo más mezquino en este mundo que arrepentirse de haber hecho lo correcto? En ese banco me dediqué a maldecir no poder volver atrás en el tiempo para ser yo quien me lanzara encima de ella y repetir las imágenes proyectadas en mi cabeza. Y esto es lo más preocupante, esa seguridad interior de que en el caso que se volvieran a revivir las pautas, mi comportamiento sería diferente; las horas de reflexión en ese banco se sustituirían por un buen ajetreo físico en la cama.
He cometido un pecado de la peor manera posible: deseándolo. No haberlo hecho pero habiéndolo querido. Imaginarme a otra mujer desnuda y desenvolviéndonos en la cama es triste de por sí, pero sentir lo que sentí, esa excitación, ese deseo, eso es lo que realmente me preocupa. Es muy significativo que pasaran las horas y los días y continuara pensando en ella. Y sobretodo que siguieran llegándome ráfagas de imágenes de lo que podría haberse desenvuelto en mi habitación y lo que podrían haber reflejado los espejos.
Perduró tanto tiempo en mi la recreación de ese posible desenlace, que acabó convirtiéndose en realidad; convenciéndome a mi mismo que todo aquello sucedió. Como si realmente al día siguiente nos hubiéramos despertado uno al lado del otro, desnudos y con el aroma de su piel y de las sábanas revueltas. Sintiendo el roce de sus pies y deslizando la palma de mi mano por la superficie de su vientre, tan estrecho y plano.