En plena tarde los rayos de sol aún penetraban los ventanales de la sala aunque habían perdido fuerza y brillantez respecto al mediodía.
Él se encontraba acurrucado en el sofá individual, descansando y contemplando el avanzar de las nubes en el cielo que, a veces, con un poco de imaginación, creaban formas y figuras. Por sus orejas, siempre en alerta, entraban sonidos provenientes de la calle. Unos ruidos poco agradables, pero a los que ya estaba más que acostumbrado.
En eso consistían sus tardes; en permanecer en la sala esperando la llegada de David y Anna. Bueno, excepto los fines de semana, que eran de los más distraídos porque siempre organizaban comidas o cenas con mucha gente.
Esa tarde, sin embargo, David y Anna aún no habían vuelto y según las costumbres quedaban un par de horas para que regresaran.
Su estado de relajación y aislamiento mental se vio interrumpido por unos ruidos en el exterior del piso, en la puerta principal. Se levantó con cautela y avanzó unos pasos. David y Anna debían haberse adelantado, lo cual no era una mala noticia, todo lo contrario. Pasaron los segundos y los ruidos en la cerradura se intensificaron. Sabiendo que algo salía de lo normal, se escondió debajo de una vitrina que estaba en el comedor; un lugar que le permitía una visión amplia y, al mismo tiempo, lo resguardaba de un posible peligro.
Se abrió la puerta con normalidad y entraron dos hombres. Uno de ellos era un joven, con el cabello negro despeinado, una perilla bien cuidada y una bolsa negra, que daba la sensación de pesar, y en la que estaba metiendo una gran herramienta con la que supuestamente había abierto la puerta. Este joven le era familiar; lo había visto en la cena que organizaron David y Ana hacía ahora tres semanas, aunque entonces no llevaba esa barba - para su gusto quedaba de lo más anticuado. No salió a darle la bienvenida porque su vestimenta no transmitía confianza y además iba acompañado de otra persona, a la que no había visto jamás: un hombre de casi cincuenta años con una cara que daba miedo. No eran ni su nariz, ni sus cejas, ni su barbilla lo que lo caracterizaba de espantoso, sino su aspecto demacrado. Tenía unas ojeras muy marcadas y su piel no rebosaba frescura; era la típica persona a la que los excesos le habían pasaron factura antes de hora.
Sabían a la perfección lo que debían hacer así que entraron directamente en el dormitorio de Anna y David. Se escucharon unos ruidos y luego volvieron a aparecer en el comedor. Ahora el hombre mayor cargaba una mochila, que antes llevaba en la espalda, con las dos manos. Sin ningún tipo de duda habían metido algo del dormitorio en ella.
A continuación, a los pocos segundos de salir del dormitorio principal, el joven se dirigió a una pared del comedor para descolgar un cuadro, al que enseguida cubrió con una tela oscura. Era el cuadro preferido de David y Anna. Siempre lo contemplaban, estuvieran sentados en los sofás o comiendo. Él nunca detectó nada especial en esa obra: un estanque con juncos, mordiscos de rana y un puente difuminado en tonos verdes en el fondo del paisaje.
Una vez completadas las dos misiones con total contundencia y en un breve periodo de tiempo, se fueron tal y como entraron, con una confianza y una calma de lo más envidiables. Cerraron la puerta principal con sigilo, pero sin utilizar ningún tipo de llave.
Él, temerario de que volvieran, se quedó debajo del mueble mientras pasaron los minutos. Al cabo de un rato se volvió escuchar un ruido metálico al otro lado de la puerta, esta vez era el ruido familiar de cada tarde, y entonces entró David. Los rasgos de su cara transmitían extrañeza; juraba que había cerrado la puerta con llave antes irse. Se dirigió a su dormitorio para cambiarse, pero a los pocos segundos volvió a salir con la misma ropa. Había notado que algo faltaba en su dormitorio, y al entrar en la sala-comedor detectó la ausencia del cuadro. Se puso muy nervioso, sus gestos mostraban un alto grado de preocupación. Hizo una llamada telefónica y al cabo de unos minutos llegó Anna.
Justo cuando apareció Anna, él recuperó la confianza, salió de su refugio y se acomodó en el sofá, otra vez, como cada tarde.
Pasaron las horas, David y Anna daban vueltas por el piso, mirando todo con sumo detalle, pero sin prestarle a él la menor atención. La cena se retrasó porque se presentó un hombre, otro desconocido, que parecía un ladrón. Iba con un mono negro y guantes transparentes; como si no quisiera dejar huellas. Se movió con mucha cautela, inspeccionó cada rincón y formuló muchas preguntas a la pareja.
Durante unos días David y Anna se comportaron de manera muy extraña, dejaron de ser esas personas encantadoras y atentas. Finalmente, gracias a Dios, la atmósfera se tranquilizó y se volvió a la normalidad.
Él se había dado cuenta que la entrada de esos dos hombres, en esa tarde tan cotidiana, había sido la causante del alboroto temporal. Si ese era el problema, ¿por qué ni David ni Anna le habían preguntado nada sobre esos dos hombres? Era algo que él no entendía.
Por cierto, el espacio en la pared del comedor se llenó con otro cuadro que mostraba unos campos verdes, árboles con hojas caídas, pájaros volando y un cielo azul que le recordaba al que contemplaba, a través de los ventanales, cuando se sentaba durante las tardes en el sillón.