China - Pekín

PEKÍN

     
     La China tiene fama de ser muy sucia. Es verdad que sus habitantes sueltan escupitajos por la calle con la misma naturalidad con que uno se cruza con un conocido y le desea un feliz día. No obstante, obviando esta pequeña costumbre cultural, se podría afirmar que el grado de limpieza es semejante al de Europa; con unas calles que brillan de lucidez. 

     A medida que fueron pasando los días, yo me planteaba si los chinos realmente eran limpios (no ensuciaban) o si, como marcaban los estereotipos, eran sucios (y el gobierno limpiaba). En mi cuarta feliz noche en Pekín resolví esta curiosidad.

     Eran las doce de la noche y tenía un hambre atroz porque para cenar sólo había ingerido unos trozos aguados de sandía. Guiado por el crujir de mi barriga, bajé a la calle de mi hotel y me adentré a un restaurante, aún abierto, que había visto el día de mi llegada. Tenía pinta de ser muy auténtico. Eso hizo sentirme un turista aventurero y atrevido. 
     Nomás entrar pude visualizar a una camarera y a un camarero sentados en una mesa. Eran los únicos presentes en el local. Llevaban un uniforme negro con algunas partes moradas que conjuntaban en color con la camisa. Era como un traje unisex. No quería pensar en las sensaciones que recorrían sus pieles cada mañana qué se ponían ese disfraz. Tenían más apariencia de mimos que de camareros. 
     Como digo, estaban sentados en una mesa, sin comer ni tomar nada. No albergaban esperanzas de recibir más clientes. Simplemente estaban allí, dejando pasar el tiempo. 
     Cuando la mujer me vio entrar, se levantó y me señaló una mesa para que me sentara. Apenas tomé asiento, el camarero, después de recibir las órdenes de su compañera, despejó los platos sucios y con una bayeta limpió las salsas que habían salpicado el mantel de plástico. Ella, mientras tanto, me entregó el menú. Todo estaba en chino, sin traducción en inglés, pero las fotos me salvaron. Seleccioné unos raviolis chinos cocinados al vapor y rellenos de carne. Era lo más barato de la carta. Iba a lo seguro. Los había probado en otros restaurantes y me habían gustado. Le señalé la foto a la camarera y esta se fue directa a cocina. Cuando volvió se sentó, otra vez, en la mesa de antes acompañada del camarero. Y al cabo de unos minutos, el momento más desconcertante de la noche llegó. 
     De la supuesta cocina apareció un hombre de unos cuarenta años con un delantal que había sido blanco. Era el cocinero, sin ninguna duda. Digo que llevaba un delantal que había sido blanco porque ahora eso parecía un cuadro de Dalí. El color que gobernaba la obra de arte era el rojo y el marrón –según la tonalidad de la sangre-.
     Alguien podría pensar que quizás cada noche lavaba la prenda, pero la manchas rojas correspondían al sacrificio de, como mínimo, un centenar de presas. Una cifra improbable de alcanzar en un día teniendo en cuenta las dimensiones y el poco éxito del restaurante.  
     El cocinero dio una vuelta entre las mesas y, acto seguido, se plantó delante de las peceras que estaban en una pared larga, justo al lado de la puerta que daba a la cocina. Más que peceras eran unos depósitos semitransparentes, debido a la suciedad, interconectados entre sí a través de un circuito casero de mangueras para que el agua fluyera y se oxigenara. Había algunos depósitos totalmente vacíos y otros sobrepoblados. En éstos últimos los peces no podían ni moverse. Sus ojos parpadeaban y me miraban. Era como si digieran “pide cualquier plato en el que haya pescado para que así me libres de este sufrimiento”.
El cocinero arremangó su camisa y metió el brazo en una pecera inferior. Sacó un pez y volvió con él a la cocina. Esa actuación me dejó dubitativo. Si yo era el único cliente y había perdido raviolis de carne, ¿por qué razón había capturado el pez? El precio de ese plato hubiera sido muy superior si se hubiera tratado de un animal acuático, fuera el que fuera. 
Quizás sería su cena. O a lo mejor lo mataba y lo dejaba preparado para día siguiente. Fuera lo que fuera, yo me quedé con la intriga de que tipo de raviolis me servirían. 
     Después de un rato, la camarera me sirvió el plato con ocho raviolis y a continuación, el cocinero, dando por finalizado su día, se sentó en una mesa cercana a la mía. Era una situación algo incómoda. Allí estaba yo en un restaurante en Pekín, removiendo con los palillos unos raviolis chinos sin saber el relleno, bajo la vigilancia del hombre que los había preparado.  
     Empecé a meterme en la boca los raviolis, uno por uno, y mi desconcierto iba a más. El primero me supo a carne de cerdo, el segundo a pollo y el tercero a pescado. 
     Ni me planteé preguntarle a la camarera de que era el relleno. 
     Me parecía muy extraño que cada uno fuera de algo diferente. Eso no me parecía lo normal. Quizás todo era imaginación mía. Tanto preocuparme por el relleno quizás hacía que notara un sabor distinto en cada uno de ellos. Malos no estaban, pero el hecho de estar tan pendiente del sabor no me permitía disfrutar la comida. Y encima tenía la presión del cocinero mirándome de reojo para analizar mi expresión facial. 
     Me los acabe todos, pero no los disfruté. Me encontraba en un estado de intranquilidad y de tensión. La comida, la compañía y la suciedad del local me habían alterado. Incluso se me habían quitado el hambre. 
     Al acabármelos le hice una seña a la camarera para la cuenta y tanto ella como su compañero se levantaron, como resortes. La mujer fue a caja y el chico, sin yo entenderlo, entró en la cocina. ¿La casa invitaba al postre? 
A los pocos segundos, cuando la cuenta ya estaba en mi mesa, el camarero salió de la cocina con un perro faldero entre los brazos. Era del tamaño de un Schnauzer miniatura y de color blanco. Cuando lo dejó en el suelo, éste empezó a realizar lo que ya tenía más que memorizado. Moviendo la cola de un lado a otro recorrió todo el local comiéndose pedazos de carne, lechuga frita o fideos que se encontraban esparcidos por el suelo. Era el electrodoméstico que aspiraba las restos alimenticios de los clientes del día. 
     Cuando todos los restos orgánicos desaparecieron, el camarero se lo volvió a llevar. 
Un método de limpieza de lo más ecológico. 


     Después de contemplar esta última escena, pagué la cuenta y regresé a mi hotel. 
     Esa simple experiencia de ir a comer a un restaurante, durante una hora, alteró un poco mi visión del país. Por un lado, las calles limpias quedaron ofuscadas por los uniformes anticuados y sucios del personal, las peceras mal conservadas y por esos suelos tan sucios. Y por otro lado, la originalidad de tener un perro para que se comiera los deshechos del día era gracioso y, al mismo tiempo, preocupante. 
     Quizás en la cocina también tenían al perro haciendo la función de lavaplatos. O a lo mejor, esa costumbre era un simple método de engorde. 
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