El traslado del aeropuerto a mi hostal -era más bien un par de señoras que alquilaban habitaciones en su piso- fue muy impactante al toparme, de golpe, con el tráfico de Delhi, la pobreza de las calles y la gente en cuclillas por todos los rincones.
Sin embargo, la primera experiencia dura fue cuando subí por primera vez en un Otto, una moto con cabina que hace la función de taxi.
Pónganse en mi situación. Al llegar a la India, un país tercermundista, mi mente tenía gravados tres principios: cuidado que no te roben, cuidado que no te secuestren y cuidado que no te violen.
En relación a las dos primeras aserciones, América Latina es un millar de veces más peligrosa y considero que la religión es la culpable. En el cristianismo robar y secuestrar pueden ser pecados, pero en el hinduismo la filosofía de vida es distinta. Esta religión divide a la sociedad en castas y si alguien tiene más dinero o propiedades es porque se lo merece. En la india no existe la envidia material. Si tú tienes un Ferrari es porque algo bueno debes haber hecho, en esta vida o en la otra.
Y aunque en la India las violaciones son una amenaza presente y constante, mientras no seas una turista que se pasea en minifalda a media noche por barrios peligrosos, la probabilidad de que te pase algo es nula. Eso sí, los hombres y sobre todo mujeres deben prepararse para ser devorados y desnudados por la mirada de los autóctonos.
Cómo decía, este paréntesis son conclusiones sacadas al final del viaje, lo que quiere decir que al subir al Otto los tres principios de sobrevivencia los tenía a flor de piel.
Mi intención era ir a la Indian Gate y el conductor del vehículo, un hindú, como no podía ser de otra forma, emprendió rutas por zonas extra radiales de la capital. La duda y el pánico empezaron a corroerme con fuerza cuando pasaban los minutos, muchos minutos, y seguíamos circulando sin llegar a la Indian Gate. Cada vez nos adentrábamos más en suburbios donde la pobreza se intensificaba a límites preocupantes e impensables.
Pensé en saltar del Otto y salir corriendo, pero por esos barrios perdidos nunca encontraría el retorno a casa, quedándome extraviado para la eternidad. Permanecí quietecito en mi asiento.
Finalmente, el motor se detuvo. El hombre sin decir palabra alguna salió corriendo y se adentró en una casa de cartón. Me dejó dentro de su Otto en medio de una calle rodeada por chabolas y al alcance de niños que jugaban con bolsas de plástico enrolladas que hacían la función de pelota. Por unos instantes me vi muerto, siendo degollado por un cuchillo y arrojado a los cerdos para que me devoraran (ya dije que iba a la India pensando que los peligros de América Latina estaban presentes también en este país).
No sabía si el conductor había ido a buscar una arma blanca para matarme o si me había dejado allí para que los niños, como pirañas, me sacaran hasta el último centavo y la última prenda de vestir.
Creo que nunca había pasado tanto miedo como ese día.
Al cabo de cinco minutos el hombre reapareció. No llevaba ninguna arma. Eso me alivió. En el momento en que subió al Otto me miró a los ojos y de su bolsillo sacó…., una bolsa. Una bolsa que contenía hierbas, supongo que no eran medicinales. Con signos me invitó a coger algunas pero negué el ofrecimiento, con una amable sonrisa.
Corregimos el camino por el que me había llevado y acabó dejándome en la desaseada Indian Gate, algo que agradecí mucho y momento a partir del cual empecé a valorar un poco más la vida.