Un día, cuando tenía unos seis años, mis padres fueron a cenar a casa de la familia Casas. Como no podía ser de otra forma, me llevaron con ellos.
Mi padre hacía años que conocía a ciertos miembros de esta estirpe. Creo que había coincidido con algunos de ellos en la universidad.
Lo interesante de esta familia es que un ascendiente lejano fue uno de los primeros colonizadores de América. Las malas lenguas dicen que incluso llegó a viajar con Cristóbal Colón.
Durante la cena fuimos oyentes pasivos sobre las historias que nos contaban sobre este pariente cuyo nombre era Fernando. Sobrevivió a un ataque de piratas, acabó siendo condecorado por los reyes de Castilla por su valentía y determinación, mató a cientos de indios que se lo querían comer vivo y dejó embarazadas a veinte indígenas. No sabemos la veracidad las narraciones, pero lo cierto es que te situaban en la época. Te imaginabas navegando en una galera por el océano Atlántico, día tras día, semana tras semana, comiendo alimentos de cada vez peor sabor, y a los que tenías que llenar de especias para disminuir el gusto a putrefacción.
Al acabar la cena, y después de estar más de una hora hablando sobre Fernando Casas, nos invitaron a pasar a una habitación en donde guardaban las reliquias de este antepasado. De un cajón de madera sacaron un puñado de elementos que dejaron en la mesa para que nosotros los contempláramos. Objetos que había ido heredando de generación en generación. Fue allí cuando me metí en el bolsillo una medalla que me había gustado porque representaba un sol con barba. Nadie se dio cuenta de este hurto inocente.
Este pequeño suceso de mi pasado regresó en mi mente mientras visitaba Atenas. En el siglo XIX, el embajador británico de Constantinopla, Lorg Elgin, se dedicó a tomar y extraer diferentes partes del Partenón griego. Se dedicó a desarmar las piezas de un puzle de miles de años. Si algo era demasiado pesado o voluminoso, lo partía en dos porque así era más fácil transportarlo.
Fue guardando los fragmentos en el jardín de su casa y, cuando ya no le quedaba más espacio, decidió venderlos al British Museum.
Dejando de lado la poca humanidad y la falta de tacto del muy miserable Elgin –suerte que era Lord y no príncipe– me pregunto por qué razón todas esas piezas siguen en Londres. ¿Al gobierno británico no se le ha pasado por la cabeza devolver todas las reliquias griegas, del mismo modo que mi padre devolvió la medalla de la familia Casas cuando se percató, ya en nuestra casa, que su querido hijo la había tomado prestada?
Ya me dirás que interés y emoción tiene ver en Londres unas piedras de Grecia –un país que no ubicas en el mapa–, que formaban parte del Partenón –algun edificio gubernamental del país–. En cambio, ir a la Acrópolis y después ver en el museo esculturas o mármoles tallados, que en su día estaban en el Partenón, es de lo más interesante. No pierdes el hilo de la película. Es ahí cuando entiendes que el Dios esculpido en el frontón es Poseidón y que se encontraba en la entrada del Partenón –el templo más importante de Atenas dedicado a Atenea, la Diosa de la ciudad–.
El contexto es fundamental porque puede hacer que aprecies lo que ves y aprendas alguna cosa.
Son muchos los países que tienen piezas históricas que no les pertenecen. Dejando de lado el concepto de hurto o expropiación, la cuestión radica en si no se tendrían que devolver por el simple hecho de sacarle provecho. ¿Qué sentido tendría poseer esa medalla de Fernando Casas si no está rodeada de sus descendientes contándote sus aventuras?