Los grandes y brillantes diamantes de su cara, rodeados por múltiples y alargadas pestañas, son el inicio de mi locura hacia Carmina. Su nariz pequeñita y perfecta le da un toque de mármol y perfección a su cara. Y su boca… Qué labios más carnosos y simétricos tiene. Toda ella desprende luz por donde pasa. Es de esas personas que cuando caminan en lugar de tener una sombra que las persiga tienen un ángel que las acompaña y las guía. Todos sus gestos y sus acciones tienen un particular encanto. Se me acaban las teclas para seguir plasmando su imagen.
Todo el mundo que la conoce tiene presente lo que acabo de recitar pero en mi caso, a pesar de haberla visto fugazmente en ciertos corredores, no fue hasta que hablé con ella, cara a cara, personalmente, cuando me di cuenta que estaba delante de un ser celestial.
El comedor de la Universidad estaba poco frecuentado, como todos los viernes. Sólo estaban allí los que realizan extraescolares o tienen clase por la tarde. Bueno, y una pequeña porción, en donde me incluyo, estábamos porque no tenemos otro lugar donde comer.
Mientras sostenía mi bandeja con la comida, mi deber radicaba en determinar un sitio donde sentarme. Tenía un amplio acordeón de lugares para escoger. Mientras observaba el conjunto del salón la vi a ella, a Carmina, sentada en la parte izquierda de la sala, casi tocando la pared. “Está sola” fue la frase que se quedó picada en mi cabeza, de la misma manera como se cincela una piedra para realizar una obra maestra. Haciéndome el despistado, me senté frente a la dama. Claro que pensándolo frívolamente fue descarado, pero en esos momentos de suma emoción, no te das cuenta.
Un pequeño inciso; las mesas son para ocho personas, cuatro en un lado y cuatro en el otro. En las cabeceras no hay sillas para sentarse; somos una universidad liberal y no queremos crear jerarquías. Es importante que se tenga una imagen clara y directa de cómo transcurrieron los hechos.
No me senté sin más tramite, sino que realicé los preliminares necesarios que también me servirían para romper el hielo. En otras palabras, visualicé la mesa, hice ver que dudaba y, finalmente, le inyecté un poco de diálogo a la atmósfera: “¿Está ocupado este sitio?”.
¡Que poco déspota soy en ciertas ocasiones! Ahora me arrepiento de iniciar así el “diálogo”, pero todo fue fruto de una interiorizada mecánica, es decir, estoy acostumbrado a que el comedor esté lleno a rebosar, y cuando parece ser que hay un sitio, existe un alto riesgo de que ya esté reservado para un tercero.
Pero los viernes el guión cambia, la pregunta que el emisor tiene que llevar a cabo no es: “¿me puedo sentar aquí?”. Es todo cuestión de probabilidades; si solo hay diez personas en un comedor de doscientas, es prácticamente imposible que ese lugar estuviera ocupado.
Romper el hielo era mi objetivo, pero mi interrogación sólo desencadenó un “esquince al hielo” pues su respuesta fue breve, “No”, aunque su gesto facial amortizó la dureza de la respuesta.
Me senté y empecé a saborear los alimentos brindados por Dios, o en este caso, por el matadero que ejecutó a la vaca, cuyo lomo un poco transformado, yacía en parte en mi plato.
La incomodidad se apoderaba de mi cuerpo y no podía controlar mi mirada, que constantemente se dirigía hacía ella. Empezar una conversación era mi objetivo primordial. No paraba de darle vueltas a posibles abordajes; tenían que ser mejor que el primer fracasado intento de “romper” el hielo.
Pensé tantas posibles preguntas o afirmaciones, que no recuerdo qué tema ni qué pregunta realicé, pero acabamos embarullados en una conversación sobre política.
Mi objetivo se vio cumplido, pero en un momento paré en seco la discusión para presentarnos. Yo ya sabía su nombre, quién no lo sabe, pero seguramente ella no me conocía.
Después de este paréntesis, continuamos hablando. Fue interesante y enriquecedor tanto para ella como para mí, ya que seguimos un cuarto de hora hablando a pesar de que ya habíamos concluido la comida. Finalmente decidimos acabar con el mitin improvisado y cada uno se fue por donde vino.
Este fue el pequeño encuentro que condicionó el resto de mis días. Podría escribir sobre su simpatía y su inteligencia, pero hubo un aspecto que no había tenido presente y que me fascinó: su triángulo de las Bermudas. Este es mi bautizo de los tres lunares que tiene en la mejilla izquierda y que son los vértices de un triángulo imaginario. Es un ejemplo digno de mencionar para demostrar que los pequeños detalles son, a veces, los más importantes. Esas tres manchitas negras eran las que le daban un encanto peculiar a su rostro y un atractivo sin igual. Estoy seguro que poca gente se habrá fijado en ellos, pero yo soy muy detallista.
Aún no he hecho hincapié de porqué le llamo “triángulo de las Bermudas”. Cada noche, antes de dormir, sólo pienso en Carmina, y lo primero que me viene a la mente es su triángulo. Una vez que estoy ahí, me sumerjo en un mundo imaginario que es como si desapareciera de la faz de la tierra: soy tragado por su triángulo de las Bermudas.
Lamentablemente, ningún otro día, en las siguientes dos semanas, pude volver a disfrutar de su compañía a la hora de comer. No coincidimos más en el comedor, bueno sí, un día sí, pero estaba con sus amigas y tampoco era plan de sentarme con ellas, así, tan ancho.
Esto no excluye que la viera algún otro día; en más de una ocasión nos cruzamos por la Universidad y nos saludábamos mutuamente. Recuerdo la melodía de su voz al decir: “Adiós…”, mientras me mostraba los blancos dientes de su cavidad bucal.
Sentía una ardiente ambición por ella, una ambición de poseerla. Tenía que volver a establecer un contacto para ampliar nuestra relación y, de alguna manera, abrirme posibles puertas hacía una relación amorosa. Necesitaba estrechar los lazos.
Sólo tenía que esperar un golpe de suerte como el de ese día que la encontré sola en el comedor. Y ese día llegó.
Mientras caminaba por la biblioteca, dirigiéndome a la salida para ir a casa, atravesé un salón donde había unas mesas repletas de estudiantes, todos sumergidos en sus libros. Justo al pasar por el lado de una mesa, un estuche se precipitó al suelo, desparramando lápices, bolígrafos, subrayadores y todo tipo de material escolar en un área de 2 metros cuadrados. En el momento en que me agachaba en un gesto de “gentleman” para ayudar a recoger, me di cuenta que era Carmina la desafortunada del estuche. Se cruzaron nuestras miradas mientras yo la ayudaba a levantar todos los utensilios.
Ese era el momento que había estado esperando e imaginando durante días y noches. Cuando le entregué el conjunto de chismes en sus manos, ella me brindó una afirmación seguida de una pregunta:
-“¡¡¡¡¡¡¡Muchísimas graciasssssss!!!!!!”, y mientras su mirada se ancló en mis ojos, me dijo: “¿Y cómo te llamas?”