LA CARA OCULTA DE LAS PERSONAS
LA PERRITA En las pantallas del aeropuerto se indica que el embarque para el vuelo a Venecia, de las siete de la mañana, está empezando. Una larga cola de pasajeros se acumula en la puerta veintiséis. Avanzan poco a poco mientras un hombre, con un chaleco fosforescente, se dedica a poner cintas de facturación en los equipajes que son demasiado grandes para subir a bordo.
A un lado de la cola, muy cerca de la señorita que revisa los pasaportes, se observa un hombre muy elegante. Sin ningún tipo de duda se trata de un italiano. El estilo que tienen las personas de esta nacionalidad es muy particular y se diferencia completamente de un parisino, de un gentleman inglés o de un burgués catalán. Tienen una gracia especial para combinar las prendas elegantes con las deportivas. Pequeños detalles como el pañuelo en la americana o el tipo de pantalones lo delatan, por no hablar de sus complementos naturales como el bigote y el corte de pelo. No obstante, lo que realmente llama la atención de este individuo es su acompañante. Se trata de una perrita de esa raza minúscula, que casi te entra en las palmas de la mano, con el pelo largo y de color marrón. Algunos exagerados, al menos en las películas, les hacen lacitos en la cabeza con gomas de color rosa. El hombre no ha llegado a dicho nivel, pero tiene a sus pies un bolso especial para llevar perros, lo que demuestra que no goza separarse de su mascota y tiene que ir por el mundo mostrándola como si de su propia pareja se tratara.
Pues bien, ahí están, el hombre con su perrita esperando alguna señal para subir al avión. Mientras tanto no para de hacerle caricias y si en algún momento no las hace, ésta, como si fuera una niña mimada, se dedica a dar saltitos verticales tocándole las rodillas para llamar su atención.
Los pasajeros de la cola, para hacer el proceso menos tedioso de lo normal, se fijan en estos dos personajes y no paran de emitir comentarios como: mira que perrita más pequeñita; mamá, yo también quiero uno; pobre animal…, tener que volar en avión; o incluso, mira que bonita y limpia que está esa perrita.
Ciertamente, la pulcritud del animal es la característica que más llama la atención. Su pelaje brilla bajo la luminosidad que entra por las grandes ventanales. En parte, no es la apariencia del hombre lo que te convence que se trata de una persona de alto nivel adquisitivo sino el cuidado de su mascota. Pocas personas con ingresos normales comprarían un perro como éste, lo cuidarían con tal dedicación y ni mucho menos lo llevarían de un sitio a otro en ese bolso negro.
El hombre sale de la bañera, se seca en el mismo baño con la toalla blanca del hotel y después coge otra para envolverse de cintura para abajo. Con la parte superior del tronco al descubierto, dejando entrever una depilación exhaustiva, sin tan solo un pelo negro y mórbido en el pecho, sale descalzo y entra a la habitación. La temperatura de ambas estancias es la adecuada para no crearle el más mínimo escalofrío.
En la cama de matrimonio se encuentra acurrucada la perrita sobre sus cuatro patas dobladas. Al notar la presencia de su amo levanta la cabeza y lo mira con sus ojos negros. El hombre se acerca al borde, atraído por esa mirada, y de forma automática se desprende de un tirón de la toalla que lo protege. Tiene el pubis depilado, de la misma manera que su pecho, dejando entrever un pene semirrecto, en proceso de transformación. Con la la mano derecha empieza a realizar el movimiento pertinente para acabar de de ponerlo en marcha. La perra sigue mirándolo con total parsimonia. No se asusta ante tal escena aunque curiosa por esa extremidad frontal, se levanta para olerla y examinarla. El hombre coloca las manos en la cintura, mirando con expectación los movimientos de su adorable mascota, notando el aire de su pequeña nariz y la humedad de su colorada lengua. Permanece en esa posición un buen rato hasta que, desbordado por la excitación, coge a la perrita, la pone de perfil y empieza a restregar su pene por ella. Primero lo pasa por su lomo y después por su vientre, notando así las partes con y sin pelo. Prosigue con ese auto masaje durante un rato, ante la actitud tranquila del animal –para ella no dejan de ser simples caricias como las que le hacía en el aeropuerto–.
Cuando su excitación alcanza un nivel desbordante, empieza a restregar su miembro por todos los orificios de la perra, sin realizar ningún tipo de penetración, sólo deseando sentir las diferentes superficies y experimentar esa sensación de culpabilidad por estar haciendo algo que no entra dentro de la normalidad y de lo cual las otras personas se escandalizarían.
Al final vuelve a ponerla de lado, como al inicio. Con una mano la sujeta y con la otra se masturba. Y así, con el animal en esa posición y con la cabeza girada hacía él, mirándolo, exprime toda su testosterona en el liso pelaje. A continuación le toca la cabecita como diciéndole buena chica, la coge con las dos manos alejándola de su cuerpo (como si se tratara de un bebé cagado) y, vigilando de no gotear el parquet, entran al baño. Aprovechando que la bañera sigue llena, la sumerge, la enjabona, la enjuaga y la seca con la toalla. Así es como la perrita vuelve a quedar limpia e impecable para seguir transmitiendo esa sensación de pulcritud que toda la gente admira en los aeropuertos, en los restaurantes e incluso en medio de la calle.
EL HIJO –Pueden esperar en la salita –indica la administrativa que se encuentra sentada en la recepción del hospital. El chico, cogiendo a su madre por el brazo, avanza hacía las sillas, la guía con delicadeza para que tome asiento y se sienta a su lado. No hay mucha gente esperando.
Así pasa cuando te haces mayor. Tus movimientos son más torpes y por no calcular bien el desnivel que hay entre la acera y la calzada, te tuerces el tobillo. Esta es la razón por la cual se encuentran en esa sala de radiografías; una madre de setenta años con su hijo de unos treinta, deseando saber si se ha roto el pie o si se trata sólo de una torcedura.
Llama la atención la amabilidad con la que el chico le habla y le contesta a su madre. Se nota que la mujer es mayor y esta un poco oxidada, no sólo físicamente, sino también de la cabeza; habla de cosas que no tienen mucho sentido. A pesar de esto, el chico le responde y le explica con paciencia lo que haga falta en vez de emitir monosílabos o palabras secas.
Por alguna razón estamos acostumbrados a ver un cierto desprecio de los jóvenes hacía sus progenitores. Una falta de estima que no es real pero que al menos es lo que quieren transmitir. La juventud no quiere ir con delicadezas ni mucho menos expresarlas en público. Por esto es remarcable la buena relación que hay entre esta madre y su hijo. Incluso cuando la mujer expresa que tiene calor, él se levanta y la ayuda a sacarse la chaqueta. Pocas veces se ven gestos como éste. El chico sabe que tiene que ser más atento con su madre; ella ha entrado en una etapa llamada vejez y en cierta manera tiene que ser recíproco y devolverle el amor que ella misma le dedicaba cuando era un bebé.
La madre no pasa por alto este amor explícito. Sabe como son normalmente las relaciones entre las otras madres y sus propios hijos, conoce el mundo en que vivimos y es consciente que ciertos valores se van perdiendo de generación en generación. Por esto valora todos los minutos que pasan juntos y cada gesto que él hace. Ya de pequeño era un chico atento y centrado, que se fijaba en los detalles, un chico sensible que cuando tenía problemas se resentía más de lo habitual. Y en ese línea, para ella es una gran alegría saber que ha mantenido siempre la misma buena personalidad. Otros jóvenes sufren un impase en la adolescencia y toda la educación acaba desperdiciándose. Por suerte, con él esto no ha sucedido. Se siente una madre con suerte. El destino y la vida le han sonreído.
La fuerte música sacude el local. Hay una alta densidad de personas –en donde la mayoría son hombres– y para poder moverte de un sitio a otro tienes que pedir permiso. El escenario ideal para tocar culos y refregarte contra otros.
Hay diversas salas donde la música varia pero tus ojos perciben siempre lo mismo: personas bailando entre si, morreándose, tocándose descaradamente y otras bailando de forma independiente, como si estuvieran en otro mundo, realizando movimientos místicos con los brazos y con los ojos cerrados. Se palpa una atmosfera salvaje y con un cierto descontrol –seguramente provocado por las sustancias químicas–. Todos son felices y actúan descaradamente, sin vergüenza y haciendo lo que les apetece.
En la barra hay un par de jóvenes que se acaban de conocer y conversan. Uno es él, ahora desarrollándose en un ambiente más adecuado para su edad (y no frecuentando hospitales ni salas de radiografías). Viste como siempre: pantalones Dockers, zapatos cómodos y camisetas con símbolos reivindicativos. Lleva una chaqueta que da la impresión de ser vieja, rota y gastada, pero hecha así expresamente. El otro chico tiene un estilo un tanto peculiar: pantalones ajustados de color verde llamativo y una camiseta negra sin mangas que deja al descubierto sus axilas y medio pecho. Su metro noventa no se debe a la leche ingerida de pequeño, sino a unas botas con una plataforma de unos veinte centímetros y que le llegan hasta las rodillas. En resumen, lleva una combinación de estilos poco frecuente complementados con una gesticulación excesiva y un movimiento exagerado de muñecas.
Hablan con mucha precaución, como si se estudiaran mutuamente, pero poco a poco van perdiendo la vergüenza y el grado de proximidad aumenta. La distancia que había entre ellos al inicio se va reduciendo hasta llegar brazo contra brazo. Entonces nuestro chico abandona su posición relajada y comienza a caminar mientras alarga su brazo hacía atrás, cogiéndole la mano a su nuevo compañero. Avanza decidido mientras el otro, encadenado, lo sigue. Antes de subir por unas escaleras se gira, le da un pequeño empujón y lo encasta contra la pared. En ese rincón se pasan un buen rato, besándose, morreándose y lamiéndose. Es él quién mantiene la iniciativa, el que da los besos en el cuello, el que mete la mano dentro del pantalón y el que presiona con fuerza su tronco contra el del otro. De la misma manera que en la interacción inicial, llega un momento en que todo se convierte en insuficiente y, rompiendo el equilibrio, se separa, comienza a avanzar y vuelve a tomarle la mano para asegurarse que lo sigue. El otro, como una mascota domesticada, camina detrás suyo.
A continuación abre la puerta corredera del baño con un golpe de antebrazo y se mete en un váter individual. Cuando el acompañante también está dentro lo aplasta contra la puerta –cerrándola debido a la presión– y se arrodilla para quedar a la altura del cinturón negro que custodia esos pantalones verdes. Lo desabrocha con decisión, los baja hasta las rodillas juntamente con los calzoncillos y sin realizar ningún preliminar, se la introduce en la boca. Al cabo de un rato nota que se mezcla entre sus dientes, por su lengua y como empieza a descender por su esófago.
LA SEÑORA En la habitación del hotel se puede ver a un hombre desnudo estirado boca arriba. Una mujer se coloca en la parte inferior de la cama de matrimonio, sin que las piernas le sobresalgan, para poder llegar al nivel de su cintura. La ropa del hombre se encuentra repartida por diferentes puntos de la habitación mientras que al lado de la cama se ven unos tacones negros y, encima de éstos, medio cubriéndolos, una falda negra entrelazada con una blusa blanca. La mujer, con su pintalabios rojo y esa mirada tan directa, potenciada por el rímel, se dedica a ejecutar una buena satisfacción bucal a su acompañante. Con sus largos dedos y las uñas pintadas en sintonía con los labios sacude el miembro mientras este animalito raquítico se mueve por su boca, de un lado a otro, ahogándola o ensanchándole las mejillas. Se dedica a refregarse el pene por diferentes partes de su cara; por la barbilla, por el espacio subnasal e incluso por la frente. Le excita saber que tiene ese órgano reproductivo bailándole por la cara; acariciándole las mejillas donde las compañeras la saludan con dos besos, recorriéndole los labios que la ayudan a gesticular palabras durante las conferencias o tocándole las manos con las que coge frutas en el mercado del domingo.
El hombre cierra los ojos para sentir con más detalle los masajes que recibe y cuando los vuelve a abrir se encuentra esta mujer que con una sonrisa provocadora le expresa que se prepare, que esto sólo es el principio.
En un momento dado, el hombre, harto de estar tumbado, se medio incorpora para estudiarla en primer plano. Sentirlo activa unas sensaciones muy profundas, pero fijarse en la acción y ver al actor causante de todo, en detalle, hace que surjan vibras salvajes de su interior. Se muere de ganas de frenarla, posicionarse encima de ella y liberar los demonios que lo van calentado. No obstante, no puede dar el paso, no tiene suficiente fuerza de voluntad para cortar lo que esta contemplando. Así que continua observando como esta diosa manipula su herramienta sagrada como si fuera un utensilio cuotidiano. Para tener una imagen clara y permanente de lo que esta viviendo, le aparta los trozos del cabello que le cubren parte de la cara. Una sensación extraña lo invade por el hecho de verla tan entretenida. Chupa, lame y traspasa humedad con total naturalidad del mundo a un miembro cada vez más duro y desbordante de sangre.
Hugo se posiciona en un asiento del tren de alta velocidad que se dirige a Madrid. Saca su libro de Faulkner y se pone a leer. Se encuentra tan concentrado en la lectura que al cabo de cuarenta y cinco minutos levanta la vista y tiene, en el asiento de enfrente a una mujer nunca antes vista. Interponiéndose entre ellos sólo hay una insignificante mesa.
Todo parece indicar que es una mujer de negocios o una comerciante. Viste muy elegante con una falda negra que, cuando cruza una pierna encima de la otra, deja al descubierto la rodilla y el principio del muslo. Se alza sobre unos zapatos negros con tacones y en la parte superior lleva una blusa blanca. Estos dos colores le quedan muy bien: el negro la estiliza de cintura para abajo mientras que el blanco le da un color vívido a su rostro maquillado. No es un maquillaje muy exhaustivo el que tiene, sólo lo imprescindible: rímel en las pestañas, un poco de color en las mejillas y pintalabios rojo.
Su nivel de atractivo se intensifica cuando se pone unas gafas puntiagudas y comienza a leer con atención unos papeles que extrae del maletín. Hugo la observa sorprendido por las vibras que puede traspasar una persona sólo por la manera de vestir y los accesorios utilizados. Le apetece mucho hablar con ella para conocerla y si se le presentara la oportunidad no dudaría en invitarla a quedar un día. No obstante, hay algo que lo frena. Esta mujer transmite un aire de determinación remarcable. No parece una persona que se vaya por las ramas. Es seria y eficiente, es decir, si ahora tiene un rato en el tren para leer y avanzar trabajo, no permitirá que nadie la interrumpa ni la distraiga. Hugo incluso puede anticipar su mirada, por encima de las gafas, contestándole con sequedad.
Se fija en la marca de su bolso y después ve que no utiliza un bolígrafo para las correcciones sino una pluma Montblanc. Ahora sí, sin ningún tipo de duda, se trata de una alta directiva o una comerciante con tan buen don de gentes que los sobresueldos que recibe deben ser desorbitados. En cierta manera Hugo, que no tiene una posición despreciable, se siente amenazado por ella, como si se tratara de una superior y lo estuviera intimidando sólo con su presencia.
Al llegar al destino los dos se levantan, ella manteniendo la misma indiferencia hacía él como en todo el trayecto. A lo mejor ni se ha dado cuenta que tenía un hombre delante examinándola y comiéndosela con la mirada. Se coloca el bolso con estilo y baja del tren con decisión, dirigiéndose seguramente a una reunión para dejar todo en orden y sin puntos abiertos; para transmitir la determinación que ha emitido durante todo el viaje.