El gigante de Luribay

EL GIGANTE DE LURIBAY

José, mi amigo apuesto y emprendedor, tiene una finca en Luribay, la municipalidad más importante de la provincia de Loayza, donde todos sus habitantes viven de producir singani, la bebida nacional –  alcohólica, por supuesto. 
Un día nos invitó a mí y a cuatro amigos más, de los cuales dos eran chicas, a pasar un relajado fin de semana por esas tierras. Nos advirtió que el estado de la propiedad dejaba mucho que desear; no se caía el techo, faltaría más, pero las capas de polvo en su interior eran un peligro para cualquier alérgico a estas partículas. Nosotros, muy aventureros y sin ningún tipo de hipersensibilidad, seguimos con la firme decisión de ir.


El trayecto de La Paz a ese pueblecito duró cuatro horas y no se hizo aburrido debido a la música programada en el coche y a la diversidad de comentarios graciosos que fluyeron por nuestros labios. Además el paisaje nos mantuvo atónitos: en ciertos puntos se podía observar la cordillera occidental con un baño maría de nieve, transmitiéndonos las sensaciones más autóctonas y salvajes de Bolivia.         
La única pausa realizada en todo el viaje fue a medio camino, sirvió para descansar y comer Charquekan de llama. Nunca me imaginé que pudiera ser un plato tan gustoso y sabroso. Delicioso. El único aspecto negativo fue no saber si era de llama o de oveja  – aunque yo opino que era del perro o de algún familiar muerto - porque al día siguiente, en la noche, todos estábamos vomitando, llorando por el dolor de barriga, y deseando volver al restaurante para preguntar qué nos habían dado. Bien, ese contratiempo, por suerte, fue de vuelta a La Paz, así que nada nos impidió disfrutar del fin de semana.

El pueblo se ubica en el interior de un valle hermoso, lleno de fauna, flora y un río seco. El deslizamiento para llegar a la aldea fue chocante por tener que bajar siguiendo una carretera de tierra, muy estrecha, de doble dirección, llena de perros atropellados y con cuarenta curvas cerradas. Después de una hora de descenso, si mi reloj no se estropeó, pudimos contemplar desde otra perspectiva las autoritarias montañas, de unos mil metros de altura, que formaban el valle, creando una sensación claustrofóbica bastante remarcada. Eran unas vistas dignas de recordar, siempre con la ayuda de la cámara de fotos.
¿Y cómo era el pueblo? El pueblo se encontraba en los alrededores del camino de tierra principal, siendo éste la única vía de comunicación. Un municipio que se extendía a lo largo del camino, y no a lo ancho. De hecho, nunca supe determinar dónde empezaba ni dónde acababa. 
Las casas eran de adobe, y por ser fin de semana, los vecinos estaban en las calles tomando el sol, oculto por las montañas, y sosteniendo un vaso de plástico que contenía un líquido transparente: ¿Agua? 
José, después de tres meses de ausencia, fue parando de casita en casita para saludar a los conocidos más cercanos; todos padres o hijos de sus amigos de infancia. Y al llegar a su finca lo primero que hicimos fue bajar los alimentos traídos desde La Paz – dudo que en ese pueblo hubiera un supermercado o tienda de alimentos – y repartirnos los colchones para dormir.

Queríamos ir a caminar por la orilla del río seco, pero la intensa llegada de campesinos hizo que postergáramos la excursión. Estos amigos y conocidos venían a saludar a José, trayéndole habas, singani y flores, como si fueran otra versión de los reyes magos visitando al niño Jesús. Me sorprendió mucho el grado de cariño que le tenían, aunque siempre tratándolo con respeto. Los únicos que no guardaron tanto las distancias fueron sus compañeros más cercanos; los chicos con los que en su niñez salía a jugar, a corretear por los montes y a matar pájaros con tirachinas.      
Colocamos en el jardín numerosas sillas, para quien llegara tuviera la oportunidad de sentarse un ratito. Se fue incrementando el número de personas y al anochecer, prendimos una fogata. La variedad de edad era bastante amplia, aunque no de género.  

Todos éramos hombres excepto nuestras amigas y la hija del muy famoso tri-apodos: Raúl-Diablo-Claudio, siendo éste último el verdadero nombre escrito en su acta de nacimiento. Este hombre debía tener cuarenta años y parecía estar bajo los efectos del alcohol a causa de lo que decía y por cómo lo decía. Además fue quien nos proporcionó el singani para toda la reunión, bebida fuerte pero gustosa que el mismo producía. En otras palabras, gracias a él nos fuimos encendiendo, al igual que la fogata, a medida que esos vasos repletos de bebida transparente, nuestra leña, circulaban por el círculo creado.


Raúl-Diablo-Claudio empezó a deleitarnos con sus cantos espirituales. Su intención era entonar canciones bolivianas, pero su disonante tarareo parecía más un recital de palabras aimaras queriendo contentar a la Pachamama. No obstante, sus funciones de animación variaron a lo largo de la noche. Primero fue su sermón de ofrenda, después llegaron esos mismos cantos mejorados por el son de una guitarra desafinada, y para acabar, nos deleitó con una serie de historias fantásticas, basadas en sus experiencias personales.    

 Por favor, haga el favor de imaginarse un poco a favor de esta gente. Son habitantes de un pueblo donde no hay teléfono, no hay Internet y sólo tienen agua corriente desde hace cuatro años. Por lo tanto, su único pasatiempo, después de trabajar desde las seis de la mañana hasta la puesta del sol, es el de reunirse en jardines, como estábamos haciendo nosotros, mientras beben singani y hablan del campo, del tiempo y de mujeres.  

Así es la vida de estas personas los siete días a la semana. Bien, salvo el domingo que es el día del partido de fútbol comarcal, donde Raúl-Diablo-Claudio es el jugador más cotizado a pesar de haber celebrado ya cuarenta aniversarios. En resumen, lo que quiero decir con esto, es que soy escéptico en referencia a los seres mágicos que habitan esas tierras, según cuentan ellos, y los efectos secundarios de su modo de vida.     

 La lista de historias relatadas por Raúl-Diablo-Claudio fue numerosa; también tenían una pizca de adivinanza. El idioma principal de estos aldeanos es el aimara, así que cuando intentan expresarse en castellano tienen serias dificultades; les era muy difícil estructurar la historia con una introducción, un nudo y un desenlace. A pesar de esto, y luego de escuchar al interesante narrador y descifrar algunos fragmentos, esta es la historia que más me sorprendió:     

Raúl-Diablo-Claudio estaba pasando por una mala época, según él los dioses aimaras lo habían maldecido: su mujer lo había abandonado, dejando a su recaudo la hijita, y el cultivo de uva había sido malo en las dos últimas temporadas por culpa de la constante lluvia. Además, aún tenía presente la muerte de su hermano en un accidente de tráfico por esos caminos de tierra tan peligrosos. Se encontraba en la miseria y en la desesperación. 

El hombre de la barba le dijo además que buscara un par más de trabajadores y que el lunes los recogería en la iglesia del pueblo para iniciar el trabajo temporal de dos meses. Raúl-Diablo-Claudio fue a buscar a su primo, también con dificultades económicas, y a su mejor amigo. Ambos aceptaron y entre los tres organizaron una fiesta en casa del primo para celebrar el éxito del destino. La fiesta duró muchas horas, dese la tarde, después de comer, hasta la mañana del día siguiente. Sin embargo, el protagonista de la historia estaba restringido, en todas las circunstancias, por su hijita de cinco años. En la tarde la niña estuvo con ellos, pero antes de oscurecer su padre le ordenó irse caminando a casa. Eso le permitió quedarse hasta después de la medianoche, pues en el fondo se sentía obligado a regresar a su casa para no dejar a su hijita sola la última noche. Tuvo tiempo para tomar, divertirse y piropear a las mujeres, aunque a las dos se despidió de todos, tambaleándose, y quedó con su primo y amigo para encontrase al mediodía en la iglesia.
Raúl-Diablo-Claudio tenía la moto aparcada a unos cien metros de la casa de su primo. 
Había clausurado su uso temporalmente, pero como el futuro parecía prometedor, se dio el lujo de utilizarla. Era como un regalo que se daba por su perseverancia y su coraje para superar los malos momentos. 

Movió la moto para posicionarla en la dirección en la que tenía que dirigirse. Todos estos movimientos los hizo con dificultad y perdiendo el equilibrio porque, como el mismo remarcó, había bebido mucho de manera continuada. 

Una vez subido en la moto avanzó con lentitud por el camino de tierra. Éste no tenía farolas ni ningún tipo de iluminación artificial, así que Raúl-Diablo-Claudio sólo contaba con la luz de su bicicleta motorizada. No se atrevía a correr mucho porque su estado de embriaguez le impedía visualizar el camino con exactitud y además sus reflejos eran poco fiables. 

De repente, sin previo aviso, un abrumador ruido proveniente del margen derecho del camino le sorprendió. Su reacción instantánea fue frenar en seco.   
El sonido que se escuchó no era el de un animal doméstico escapándose del desagradable chirrido de la moto. Para nada. Era un sonido con el cual Raúl-Diablo-Claudio no estaba familiarizado; no se podía imaginar que animal podría haber ajetreando las hojas de las bases y las cúspides de los árboles al mismo tiempo. 

Encaró la moto en dirección al bosque, enfocando al sitio de donde se había producido el supuesto alboroto. La luz de la motocicleta no era muy potente por lo que sólo se iluminaron algunos arbustos y árboles. 
Raúl-Diablo-Claudio permaneció en silencio para ver si descubría el animal culpable de su detención. Nada, ninguna alteración. Como último recurso centró su atención, otra vez, en la fauna. Todos eran arbustos verdes de un metro de altitud y árboles repartidos de manera desorganizada por todo el bosque. Empezó a creer que las cantidades de alcohol ingeridas habían aumentado y transformado el movimiento de un animal cotidiano en algo anormal.     
Entonces, cuando iba a reprender el trayecto, algo le llamó la atención: todos los árboles del bosque estaban repartidos aleatoriamente excepto dos. Ese par de troncos, adentrados un par de metros desde donde empezaba la salvaje fauna, se posicionaban uno al lado del otro, dejando entre ellos un metro de distancia. A partir de aquí empezó a inspeccionar posibles anomalías alrededor de estos dos troncos. En primer lugar, los arbustos enfrente de éstos estaban medio aplastados. Y en segundo lugar, la base de los troncos era bastante voluminosa porque sus raíces eran exteriores; no estaban hundidas en el subsuelo. Sin embargo, aún reparó en otro factor. La corteza de estos árboles tenía el mismo color marrón al resto, pero la textura era diferente, menos abrupta y áspera.
Raúl-Diablo-Claudio no tenía miedo, sólo estaba intrigado. ¡Qué arboles tan curiosos los que tenía delante! Como la iluminación de la motocicleta no era suficiente, bajó y buscó una linterna en la maleta trasera de su moto. Cuando consiguió prenderla, después de tanto tiempo sin utilizarla, enfocó la parte superior de los dos árboles que había estado analizando. El shock fue paralizante. Lo que pudo ver fueron unos ojos rojos y brillantes, agresivos e intimidantes. Aparte de esa mirada depositada en él, Raúl-Diablo-Claudio también interiorizó una cara verde-oscura compuesta por la misma materia que los dos troncos. La cara no tenía forma humana, ni de cualquier otro animal que Raúl-Diablo-Claudio conociera. Era un rostro irregular en el que apenas se distinguía una nariz o una boca. Los ojos era la única parte que resaltaba con fuerza.  
Lo que de verdad puso a Raúl-Diablo-Claudio en estado crítico no fue lo que había visto, sino algo que le vino a la memoria. Recuperó, del fondo de sus recuerdos, la historia de un ser gigantesco y malvado que habitaba los bosques de Luribay. Se dejaba ver escasas veces, pero cuando lo hacía, pocos eran los que sobrevivían para contarlo. Se decía que siempre operaba de la misma manera: te paralizaba con la mirada durante largos minutos y, cuando esos ojos poderosos te acababan de controlar, como si se ganaran tu confianza, empezaba a realizar unos movimientos malabaristas con los brazos. Su objetivo era captar tu atención, distraerte, mientras sus raíces exteriores raptaban por el suelo hasta que llegaban a ti, y te apresaban. Y a continuación, el gigante se acercaba y con un fuerte y amistoso abrazo te ahogaba.      
Raúl-Diablo-Claudio y el gigante se contemplaban el uno al otro, se estudiaban. Era como si cada uno intentara adivinar lo que el otro haría. El gigante intentando no asustar al humano, y Raúl-Diablo-Claudio pendiente de poder anticiparse a cualquier ataque.
De repente, el estado de no-movimiento se acabó. El gigante levantó un brazo deforme con unos dedos torcidos y largos que aparentaban ser ramas de árboles. El sistema automático de Raúl-Diablo-Claudio le dijo: corre que ese brazo y esos dedos, con la pinta que tienen, no pueden ser buenos bajo ninguna circunstancia. Al mismo tiempo, el sistema consciente le dijo: acuérdate de su táctica Claudio, acuérdate de su conocida táctica. Raúl-Diablo-Claudio después de escuchar esos consejos tan interiores, comenzó a correr, como no podía ser de otra forma, arrojando la linterna por los suelos y olvidándose de la moto.     
Se dirigió hacia la fiesta de la cual provenía. Corrió con todas sus fuerzas, sin querer mirar atrás. En un par de minutos, en puro ataque de nervios, entró a la casa gritando y avisando a todos que se escondieran porque un gigante lo estaba siguiendo. Algunos se escondieron, otros cerraron la puerta principal con llave, pero lo mayoría miraron de calmarlo, echándolo en el suelo y poniéndole toallas mojadas en la cabeza.
Pasaron las horas y ningún gigante apareció. Raúl-Diablo-Claudio acabó recuperando la normalidad, pero nadie de los ahí presentes se atrevió a negar lo que había visto porque todos, de niños, habían oído hablar del Gigante de Luribay.
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