Un hombre delgado, con un pircing en la oreja derecha y otro en la nariz, atraviesa la sala de conferencias. Camina con decisión, pero cuidando que sus pasos no resuenen por el salón. Tiene un bigote fino que realiza una semicircunferencia sobre sí mismo. Transmite una sensación de asfixia por llevar la camisa abrochada hasta el último botón (y eso que no lleva corbata).
Estando a un metro de distancia alarga su brazo tatuado para tocar el hombro de José Luis con total naturalidad, como si se conocieran de toda la vida. Él gira su cuerpo para descubrir a qué se debe ese contacto físico, tan suave y delicado, equiparable a una caricia. Encuentra delante suyo al hombre descrito con anterioridad. Primera vez que lo veía.
Sin mover la cabeza, sus ojos realizan un discreto sube-baja para repasar al acercado. Lo que más le llama la atención son sus pantalones ajustados y recogidos por encima del tobillo.
El hombre rompe el hielo con una frase que se podría interpretar como una pregunta o como una afirmación, dependiendo del juicio del receptor. José Luis, se quedó de lo más desconcertado, siéndole imposible contestar.
Esta interacción inesperada fue la que la que le produjo cierto alboroto reflexivo durante las siguientes horas y, sobre todo, antes de dormirse. Buscó, sin fortuna, argumentos para convencerse que no odiaba la sociedad en la que vivía; sensación que de pronto había surgido en su ánimo.
Al final, en medio de su oscura habitación, tuvo que asentir y murmurar en voz baja: Está bien, sí que odio a la sociedad del siglo XXI.
Estas son las razones que contribuyeron a dicho veredicto no deseado, pero inevitable:
En primer lugar, José Luis detesta a la sociedad del siglo XXI por la condicionalidad que ésta muestra por los teléfonos móviles. Siempre han existido drogas letales como la cocaína, la heroína, el cannabis o las anfetaminas, pero estos aparatos crean una adicción superior.
Le repudia caminar por la calle y cruzarse con zombis que en lugar de mirar hacia delante desviaban sus ojos hacia los dichosos iPhones, Blackberrys, Smartphones o cómo diantres se llamen. No se fijan en los otros viandantes, no analizan los coches que circulan a sus lados y no contemplan los edificios de la ciudad con sus balcones modernistas. Ignoran lo que sucede en su alrededor. Lo único que hacen es tener la cabeza inclinada focalizando su atención en la pantalla de esos dispositivos modernos.
Lo que le produce más fastidio es cruzarse con esas personas justo en el momento en que exhiben una sonrisa entre sus labios y sueltan un ruidito de excitación debido a algún mensaje recibido. No le gusta, por ejemplo, ver a una muchacha hermosa pasar por su lado sonriendo al mismo tiempo que teclea algo en el dispositivo en respuesta a lo que acaba de hacerle sonrojar. Visto desde fuera es como si ese aparato endulzara su vida. No era una flor ni tampoco un plato de fresas a rebosar de nata lo que la hacía sonreír, sino un simple y material teléfono portátil.
Los límites de tal adicción van a más y pueden llegar a ser preocupantes. En más de una ocasión José Luis se ha reunido con algún amigo para ir a tomar algo y su escándalo es máximo al comprobar que el acompañante se pasa más rato verificando el teléfono que conversando. En una ocasión, en la que notó que ya era una exageración casi penal, se levantó de la mesa y se largó sin decir nada a la joven con la que estaba. Seguramente ella no se dio cuenta de su ausencia hasta pasada una hora.
Es como un síndrome en cadena. Si en un grupo de personas sólo una saca el móvil, el resto de presentes realiza el mismo acto y al final todos acaban de la misma manera. No le extrañaría que algún día un grupo de amigos hayan estado sentados en una mesa, unos frente a los otros, conversando entre ellos a través del Whatsapp.
Si sólo fueran estos los motivos por los cuales José Luis se mostrara crítico, entonces simplemente sentiría desagrado hacía la sociedad que lo rodea. Sin embargo, él la aborrece y odia -adjetivos algo más peyorativos-, lo que significa que tiene más factores a detestar.
Desde que tuvo lugar el Big Bang, ha existido la desigualdad de riqueza entre los países, las regiones y las personas. No obstante, en 1915, para decir un año, la población no era consciente que en África había niños que no tenían ni tan siquiera agua para beber o que en la India había millones de personas viviendo como ratas. Pero ahora no hay excusa. Que todas las personas del primer mundo conozcan la situación de precariedad en ciertos países y, a pesar de eso, sigan con sus vidas materialistas y consumistas, es un pecado. Es una vergüenza. Quieren desatender algo que ya no pueden ignorar.
José Luis se enerva cuando camina por las ciudades y las personas salen de tiendas como Louis Vuitton, Chanel o Boss tan tranquilos y felices mientras en frente de ellos, en una esquina, hay vagabundos pidiendo comida –no de esos vagabundos alcohólicos y loquitos, sino vagabundos desempleados-. Los insensibles compradores actúan como si nada tuvieran al frente, como si de arboles sin hojas se tratara.
Si unimos el asunto de los teléfonos móviles y el de la falta de los valores en la juventud actual, descubrimos otro escenario espeluznante: viajar en metro. Los asientos en todos los vagones suelen estar ocupados por la buena juventud mientras que las características de las personas de pie son espalda curva, piel arrugada y cabellos escasos y blancos. Este escenario se repite cada vez que uno viaja en metro. No obstante, no es sólo esto lo decadente de la situación. Los individuos que ocupan los asientos simulan no ver a los ancianos de su alrededor, de pie, apoyándose en sus bastones y agarrándose de los barrotes con sus dentaduras postizas. Su manera de fingir es centrar la atención en los teléfonos móviles -así se pasan todo el trayecto hasta llegar a su parada-.
La única circunstancia que puede forzar a los jóvenes sentados a levantar su mirada es ver a alguien leyendo un libro auténtico, no de esos electrónicos. Empiezan a entrecruzar miradas entre ellos, sintiendo misericordia por ese ser tan anticuado.
El hecho es que José Luis detesta a la sociedad del siglo XXI porque ahora la moda es abandonar a los padres, cuando alcanzan una cierta edad, en una residencia de ancianos y visitarlos una vez a la semana, como si se tratara de mascotas.
José Luis también detesta a la sociedad del siglo XXI porque cuando las personas pasan caminando al lado de un contenedor de basura y del interior de éste aparece un hombre, la gente ni se inmuta, ni se asusta y siguen con su tranquilo caminar.
Hay muchas razones, como se ha ido apuntalando a lo largo de estas páginas, por las cuales José Luis desearía vivir en otro siglo. No obstante, la introducción de este escrito es la ejemplificación más clara para corroborar su convencimiento más arraigado.
La conchudez con la que aquel individuo, algo afeminado, y vestido de una manera inadecuada para la ocasión, atravesó la sala de conferencias y se dirigió a José Luis es indignante. Él, un catedrático de renombre y con una experiencia profesional más que destacable, merece ser tratado con respeto e incluso con admiración. En contra, fue interrumpido por un sinvergüenza caradura, con el que nunca antes había tenido trato, que lo tocó con toda la confianza del mundo, como si fueran íntimos. Además no sólo se dirigió tratándolo de tu, como si fuesen un par de amigos en un bar charlando de cualquier cosa, sino que le hizo una pregunta -o afirmación- personal de lo más desconcertante e inoportuna.
Quizás esa noche después de la conferencia, mientras José Luis se encontraba en la cama analizando el encuentro con el individuo, no fueran los teléfonos móviles, las escenas en los metros ni la superficialidad material de la sociedad lo que empujaran a pronunciar la frase Está bien, sí que odio a la sociedad del siglo XXI.
Quizás fuera esa interacción tan directa e irrespectuosa la que le forzó a condensar todas sus críticas de manera conjunta.
Quizás fue ese hombrecillo, en representación de la sociedad actual, el culpable de refrescarle esos pensamientos tan negativos, pero ciertos.