En mi lecho yacía plácidamente. Siempre he sido de esas personas que duermen a los cinco minutos de haberse metido a la cama, y sólo se despiertan a media noche si una pesadilla les incomoda el sueño. No obstante, aquella noche del 3 de julio del penúltimo año del siglo XX, me levanté en la madrugada para ir al retrete; fruto de los litros de agua que bebí en la cena.
Al salir del baño, adjunto a mi habitación, me pareció ver una iluminación en el exterior, en el jardín. Desplacé la cortina, y sin verme a mí mismo, juraría que mi cara quedó blanca como la cocaína. A fuera, en medio de la oscuridad, había un hombre corriendo en taparrabos y con una antorcha iluminando sus pasos. Movía la mandíbula pero me resultó imposible descifrar lo que pronunciaba.
Corrí a la habitación de mis padres, y sin encender la luz para que el prehistórico no se diera cuenta que había sido visto, les comuniqué lo siguiente: “Hay un borracho en el jardín con una antorcha”. Pensando que era fruto de una pesadilla, me invitaron a subir a su cama. Sin dudar, y con paso seguro, me dirigí a la ventana y levanté la cortina. Una luz amarillenta, casi anaranjada, se filtró con debilidad en la habitación. La cara de mis padres me dio a entender que ya me creían.
Mi padre, con una mano me cogió del brazo y con la otra abrió de un tirón la puerta del armario. Me metió dentro y me ordenó que no saliera por nada del mundo, ellos me vendrían a buscar cuando todo acabara. Mi madre me dijo que no me preocupara, pero su tono no era coherente con sus palabras.
En ese lugar con olor a cuero me quedé sentado. No tenía pánico sino intriga de saber cómo acabaría todo y cuánto tiempo tendría que esperar en ese lugar oscuro.
A los diez minutos, más o menos, volvieron mis padres y me sacaron de la cueva. Los rasgos de sus caras eran completamente diferentes, antes mostraban tensión, miedo e inseguridad. Ahora se veían unos nervios faciales más relajados y descansados; incluso la tonalidad de sus voces había cambiado.
Las múltiples narraciones en las sobremesas y lo que ellos mismos me han contado, ha sido suficiente para saber qué pasó aquella madrugada mientras yo aguardaba en el armario:
Una vez puesto a salvo su hijito del alma, mis padres se dirigieron hacía el comedor, lugar donde hay una puerta para salir al jardín. Mi madre se quedó mirando por los grandes ventanales y mi padre, antes de dirigirse al exterior, fue a su estudio donde, en algún lugar que nunca específica, tiene guardada una pistola (dice que es una Beretta 92; no sé si lo dice para hacerse el entendido o si de verdad tiene ese modelo).
Cuando el hombre se alejó hacía una zona frondosa de árboles mi padre aprovechó para salir al porche, con mucho sigilo, y esconderse detrás de una columna blanca y gruesa. Eso lo había aprendido en las películas policiacas. Esperó y esperó hasta que el hombre salió de la profundidad del jardín acercándose, otra vez, hacia nuestro hogar. Nuestro protector salió corriendo de su resguardo, en pijama, en dirección al hombre.
Quería estar a una distancia adecuada para no fallar el tiro.
Estando a cinco metros del individuo posicionó la pierna derecha delante, agarró firmemente la arma con las dos manos y le apuntó. A continuación, con una voz segura y profunda gritó: “No se mueva o disparo, estoy armado, no se mueva o disparo”.
El hombre se quedó atónito, quieto, temblando y con la mirada clavada en el cañón del arma, siendo consciente, por más prehistórico que pareciera, de lo que podía salir de ahí. Sin decir ni una palabra puso las manos en el aire.
Fue tan tensa esa escena que los grillos y los búhos del jardín pararon de cantar.
Supongo que cuando mi padre iba a ordenarle que se largara de nuestra residencia privada apareció, en el fondo del jardín, una luz amarillenta y artificial, a diferencia de la llama que resplandecía de la antorcha. No sé qué pasó por la cabeza de mi padre, a lo mejor pensó que llegaba un prehistórico modernizado.
Entonces se escuchó una voz diciendo: “No dispares, Fernando, no dispares. Le he traído yo”. Esa era la voz del vecino Aguirre. Sin dejar de apuntar al hombre de la antorcha, esperó hasta que se pudo apreciar la figura del vecino, llevando una linterna. Entonces, bajó el arma.
Aguirre empezó a disculparse y a dar explicaciones. Resulta que desde que comenzó unas obras en su casa, para ser más concreto cavar un agujero para las aguas residuales, todo tipo de sucesos y ruidos extraños empezaron a incomodarlo en las noches. Había desencadenado, al parecer, la furia de los espíritus, y éstos no paraban de molestarlo. Tapó el agujero, creyendo que sería la solución, pero ésto no puso fin a las molestias. Los golpes de puertas, niños llorando y agudos silbidos no cesaron.
Al final no le quedó más remedio que llamar a un brujo para que depurara la zona; para que espantara a los fantasmas. Esa era la razón por la cual ese hombre, en taparrabos y con una antorcha, corría por nuestro jardín persiguiendo espíritus y espantándolos con determinadas palabras mágicas.
Mi padre les dio permiso para acabar lo empezado, añadiendo:
-La próxima vez avísame, por favor.