Al cabo de un largo rato volví a estar en casa, en mi habitación. No estaba echado en mi cama, como cada noche, sino que me encontraba en el ataúd que reposaba sobre ella. Era un ataúd marrón oscuro, muy bonito, lleno de adornos dorados. Si todo hubiera ido más despacio, les habría dicho a mis padres que quería un ataúd ecológico de cartón, que es barato y tiene la misma función que los de madera.
En la sala estaba mi padre con la familia y los amigos de confianza que habían ido a acompañarlos en estos momentos difíciles. Algunos estaban sentados en los sofás, otros alrededor de la mesa del comedor y otros, en grupitos de tres, de pie. El tema de conversación siempre giraba en torno a unos parámetros: pobre chico, con la prometedora vida que tenía por delante…; que van a hacer ahora ellos sin su hijo, toda su vida giraba en torno a él; pobre María, está en la habitación y no quiere salir. Así era, mi madre estaba en la habitación a oscuras. No quería ver a nadie porque todos le dirían lo mismo. Únicamente deseaba darle vueltas a ¿por qué, por qué él y no yo?
Ojalá pudiera haberle dicho a mi madre que viniera a mi habitación, que se acostara conmigo, al lado del ataúd. Me tuve que conformar con la visita de los asistentes. Entraban uno por uno, o por círculos familiares, me miraban y, dependiendo de la persona, me tocaban o me decían alguna cosa. Lo más tierno fue cuando entró Anna, una amiga de mis padres, especialmente de mi madre. Es una señora mayor, y venía al menos una vez al mes a cenar a casa; era una mujer muy tierna. Yo le tenía un gran aprecio de manera recíproca, es decir, la quería porque yo la fascinaba a ella. Veía en mí un chico con mucho potencial, con mucho carácter y con un mucho encanto. Cuando entró tenía los ojos rojos de tanto llorar, pero hizo un esfuerzo para tranquilizarse. Se acercó con un paso titubeante y se quedó cinco minutos en silencio contemplándome con seriedad. No dijo nada, como si no quisiera despertarme. Entonces, antes de volver con el resto de la gente, me besó con ternura en la frente; un beso que decía lo mucho que me había tenido en consideración y el cariño que me tenía.
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